Con la esperanza adormilada y los sueños legañosos, Macario se viste para salir a buscar el sustento. Abandona el cuarto, donde él y María con sus cuatro vástagos, cada noche descansan, después de un largo día.
En la cocina-sala y comedor, lo
espera su esposa con un humeante jarro de café y un pan del día anterior, en
medio de una breve plática sobre deudas y necesidades, termina el desayuno y
sale con su mochila cargada de herramientas y un banco de plástico, a darle la
cara al mundo.
Presto, corre para alcanzar al
camión urbano, que lo llevara a la estación del metro, entre empujones y
codazos, logra asirse al pasamanos de la puerta de arribo, ahí va como mosca, jugándose la vida en cada salto.
Después de tantas subidas y bajas, para permitir su arribo a otros, Macario,
sea despertado completamente.
Finalmente, llega a la estación
del metro, que lo llevará a su destino, el centro de la ciudad.
Nuevamente, lucha por abrirse
pasó entre la multitud de trabajadores, que igual que él, buscan el alimento de
cada día. Apretujado como sardina, logra acomodarse en un rincón. No tiene la
menor intención de ver a su alrededor, lo conoce de sobra, caras aletargadas,
cansadas de una vida de constante lucha, unos dormidos para reponer el sueño
perdido y unos más afanosos hermoseándose para disimular el cansancio y el
hastío.
Conforme pasan los minutos, el
sopor que inunda el lugar, lo adormece, se acomoda lo mejor que puede para
evitar una caída, se acurruca y cierra los ojos.
Una voz ininteligible, avisa de
la estación que esta próxima, Macario con su experiencia, sabe que ahí tiene
que bajar.
La salida, es más fácil, solo se
deja arrastrar por el río de gente, cuidando que la contracorriente no lo
regrese al interior. En el andén, después de unos segundos, recupera el garbo.
Sube las escaleras, la mañana
está soleada y el cielo, afortunadamente, esta despejado, se persigna
pidiéndole a su Dios, que haya clientes.
De su mochila, saca un letrero en
el que se puede leer. “Se hacen trabajos
de albañilería, tabla roca y yeso”; saluda a sus vecinos, hay de todos los
oficios, hombres que sé subemplean para llevar algo para sus familias.
Acomoda su banco, se sienta,
nuevamente de su mochila, saca una desvencijada sombrilla, la utiliza para sortear
el intenso sol. Pasan las horas y no aparece ningún cliente, él sabe que es así,
hay días buenos y otros malos. Mientras plática con Don José, oye la voz de
otro compañero, que le dice.
- “Órale
maestro, ya está el cliente”
En efecto, frente a él, esta un señor. Después
de una breve negociación, Macario, toma su mochila y camina al lado del patrón.
Así, llegan a un edificio viejo,
muy comunes en la zona, después de inspeccionar los desperfectos, le explica
“al patrón” que necesita un adelanto.
- “No vaya a
pensar que soy abusivo, pero tengo hambre y quiero ver si me adelanta algo”.
El hombre lo ve de reojo, de su
cartera saca unos billetes y se los entrega. Con el adelanto, compra una torta
y un refresco, además, un pan de caja y un pollo rostizado que compartirá con
su familia.
Con la panza llena y el corazón contento, Macario le entro con ganas al trabajo. Después
de las ocho de la noche, había terminado. El patrón, dio su visto bueno, entregándole los dos mil pesos restantes.
Con la satisfacción reflejada en
el rostro y con un cansancio acumulado, Macario recoge sus cosas, para repetir
la travesía que por más de diez años ha realizado. Pues como dice él:
- “Nunca me
he dado por vencido, porque yo digo que es muy cobarde aquella persona que dice
no puedo”.
Así, pasadas las diez de la
noche, llega a su casa, María ya tiene lista su cena y le pregunta:
- ¿Cómo te fue?
De la mochila, saca dos bolsas de
plástico, el olor que despide el pollo hace que María saque una cacerola para
calentar el pollo en la estufa desvencijada, a la vez que les grita a sus
hijos.
- ¡Vengan a
cenar, su papá trajo pollo rostizado!
Los chamacos, salieron del otro cuarto, con bulliciosa alegría se
sientan alrededor de la mesa.
Por ese día, la familia de
Macario y María, se salvaron.
Lunaoscura
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