La mayoría de los hombres que
hablan mal de las mujeres, en realidad hablan mal de una sola mujer. Esto fue
más o menos lo que escribió Remy de Gourmont. Y también dijo que uno se conoce
a través de las mujeres con quienes ha tenido una relación. Quiero confesar, no
sin el embarazo debido, que el único tema importante que conozco es el que
concierne al mundo femenino. Es un tema tan vasto como la astronomía o la
física cuántica, pero mucho más misterioso porque no se presta a la conclusión.
Cada vez que uno cree conocer las razones del comportamiento de una mujer es
que, sin darse cuenta, tiene atada ya una soga en el cuello. Sé que es
arbitrario dividir el mundo en hombres y mujeres, pero en estas cuestiones soy
un pueblerino. Ya suficientes problemas me causa la atracción femenina como
para aumentar mis tribulaciones poniendo atención en otros géneros. Ya hay
suficiente filosofía con la ciencia, dijo Quine, con quien no comparto ningún
punto de vista, exceptuando, quizás, el antiguo consejo de que no debemos
inventar más problemas de los necesarios.
Si un hombre habla mal de las
mujeres, siguiendo con Gourmont, habría que preguntarle quién o cuántas mujeres
lo despreciaron. Es sano para una buena salud ubicar el origen de nuestros
males porque, de lo contrario, culparemos al mundo de las desgracias que
provocan sólo unas cuantas personas. A veces una mujer llega a sentir piedad
por las penas que ella misma causa, ha dicho Gourmont, y tal verdad me parece
una de las formas más crueles de la paradoja humana: sentir piedad por quienes,
aún de modo involuntario, son nuestras víctimas. A este sentimiento puede
remitirse una buena parte de la humanidad. Sé que es una obcecación de mi
parte, pero creo que se reconoce a los hombres observando el rostro de las
mujeres que los aman. Es tan sencillo leer en la superficie de esos mapas
espontáneos. (Una extraña manía me acosa en los últimos tiempos y es la de
pensar que todas las mujeres ocultan algo muy grave y que por lo tanto es mejor
no averiguar ni molestarlas con preguntas. Creo que ningún secreto masculino
vale lo que uno femenino porque si este último pudiera ser develado el mundo
interrumpiría su marcha).
Schopenhauer estaba en contra de
la monogamia porque era un hombre sabio, aunque lleno de rencores. La monogamia
es en verdad una locura, pero eso es justamente lo que distingue a los humanos
de otras especies: necesitamos convencernos de que una extravagancia es verdad.
Y este convencimiento es fundamental para crear casas que nos cobijen del
constante asedio de las pasiones. Por la misma razón hacemos teorías que damos
por comprobadas o ciertas: queremos sentirnos protegidos. El concepto
de dama le parecía a Schopenhauer abominable y tuvo a bien a escribir
que las damas eran monstruos creados por una civilización europea basada en sus
ridículas pretensiones de respeto y veneración. Estas damas, confiaba el
filósofo, desparecerán de la tierra y entonces sólo quedarán mujeres. Yo, como
Schopenhauer, creo que las damas no han existido nunca excepto en la mente de
los hombres más primitivos. Y uno se conoce a sí mismo tratando a las mujeres.
Y entre más mujeres sean las que uno trata más mundo habrá para un hombre.
Cuando Gourmont dice que él se conoce a través de las mujeres es porque no le
queda otro remedio. Ante la imposibilidad de saber quiénes son ellas lo único
que le queda es conocerse a sí mismo. He allí un versión sobre el origen de la
sabiduría socrática.
Dice Gourmont que un imbécil no
se aburre nunca porque se contempla. Y ese aforismo sin más explicaciones me ha
puesto a pensar en mí mismo. Mi vanidad me torna un imbécil que no se aburre
porque se contempla a sí mismo. Pero a esa actitud le he intentado poner
remedio dirigiendo mi atención al mundo femenino. Es la única manera de
volverse sabio y en mi vida he dicho cosa más cierta. Permítanme endilgares
otra definición de sabio que ya antes he citado en esta columna y que
he robado literalmente de un libro de Richard Rorty. Es una definición que
habrían de hacer suya también los que consumen su vida discutiendo política o
asuntos públicos: sabiduría es la virtud de escuchar a los demás con la
esperanza de que puedan tener ideas mejores que las nuestras. Y si además de
esta virtud te entregas
—sin esperar comprender— a la
contemplación del mundo femenino, entonces te convertirás, sin ninguna duda, en
un hombre de bien.
Columna:
TERLENKA. EL UNIVERSAL, 13 de diciembre de 2010.
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