"No se puede amar u odiar una cosa, sino hasta después de haberla
comprendido", dicen unas líneas de El libro del desasosiego, de
Fernando Pessoa. Desde hace muchos años leo diariamente una o dos hojas de este
libro. A veces me ausento porque nada de lo que he hecho en mi vida es
constante, pero en lo posible cumplo con este ritual que más que ser un ritual
es necesidad o vicio. El libro del desasosiego es el único I Ching
que he encontrado a lo largo de tres décadas de constantes lecturas: el Corán o
la Biblia de
un infiel. Yo odio porque creo comprender y ese odio es una experiencia física
que contamina todas mis células; no sé si es común que el odio vaya, como es mi
caso, unido a un asco que suele concentrarse al mismo tiempo en el estómago y
en una estrella remota que ni siquiera logra distinguirse en el firmamento. El
asco y el odio no son verdaderos si a la vez que te roen los huesos no se
encuentran también en un plano lejano.
Yo he odiado a un selecto puñado
de personas, pero sobre todo me repelen las situaciones que provocan, es decir,
la consecuencia de los actos que esos cuerpos con vida llevan a cabo. Los
animales me son extraños y no comprendo exactamente qué hacemos nosotros, los
humanos, compartiendo un mundo con ellos. Me imagino que ésta es la prueba de
que el azar es un dios que se divierte como nadie más en el universo. Escucho
su risa cada vez que descubro a un perro subir las escaleras de un puente
peatonal, o miro en el cine a un caballo azotado por su jinete correr detrás de
unos bandidos. Siempre he asociado los caballos con la justicia y por tanto me
continúan pareciendo animales mitológicos. He asumido que tanto la justicia
como los caballos no existen y es hasta entonces que he comprendido la sorpresa
de los aztecas cuando vieron por primera vez a esos españoles rubios y armados
montando a sus corceles y pensaron que jinete y caballo formaban una misma
entidad. Yo, toda vez que me encuentro con un caballo sin jinete encima creo
que lo han partido por la mitad. Como los animales me son extraños no les
guardo ningún rencor especial y procuro no acercarme y mucho menos tocarlos.
Finjo que no existen, me hago a la idea de que son una entelequia y continúo mi
camino.
Si los animales encarnan en una
realidad aparte, no así las mascotas pues éstas devienen en animales humanos
que por misteriosas razones han aprendido a convivir con las personas. Yo creo
que las peores mascotas son las que aman a sus dueños a pesar de que estos sean
criminales. Es una mansedumbre y un amor que se antojan por lo menos
detestables. Cuando, paseando por el Parque México, en la colonia Condesa, me
he encontrado de frente con otro paseante que se hace acompañar de su mascota,
evito mirar al perro y me concentro en las pupilas del dueño. Sólo de esa
manera me entero si corro peligro y será necesario retroceder o torcer el
camino. En la mirada del amo se revela el humor de la mascota. Ambos se han
unido vía una sustancia espiritual que recorre las cosas vivas. Durante la
última década proliferaron en mi país unas bestias negras de cabeza en forma de
calabaza que se abre a la mitad por un enorme hocico babeante. Son los
Rottweiler y han poblado las calles de mi ciudad haciendo aún menos amable el
paisaje y los paseos urbanos ahora reducidos a correrías apresuradas que no
duran más de unos minutos. Lo que hace abominables a estos perros son sus amos
que resuman arrogancia, orgullo y una debilidad que si tomara el escenario
terminaría de muy mala manera. Los Rottweiler pertenecen a una raza que no
tienen clara su orientación sexual y suelen confundir a los machos con las
hembras. No sé si esto sea cierto, pero cuando en la entrada de un comercio
encuentro a un policía acompañado por uno de estos perros vigilantes acostumbro
compartirles mi información.
Si se odia lo que se comprende,
entonces yo no puedo odiar a los animales y mi relación con ellos se expresa en
un continuo mantenerme aparte. Ahora, cuando escribo estas líneas me doy cuenta
de que me encuentro más cerca de las piedras que de los seres vivos. Las
piedras no me son ajenas e incluso podría decir que las comprendo: comprender a
las piedras, ésa si que es una nueva noticia, un descubrimiento del que me
ufanaré en los años venideros. Y si las mascotas me son desagradables es por lo
que tienen de humano y porque contra el misterio de su origen han asumido una
humanidad para sobrevivir. Son las mascotas los seres humanistas por antonomasia,
encarnan sin accidente el ideal de Pico de la Mirándola y de los
pensadores franceses de la
Ilustración. Las mascotas amorosas o sumisas aniquilan de
manera inconsciente lo que más tienen de enigmático. Mi abuela tenía un loro
que repetía los nombres de cada uno de los nietos como si fuera un maestro de
escuela pasando lista a sus alumnos. A las seis de la mañana, cuando su dueña
corría la funda que cubría la jaula en forma de mezquita, el loro comenzaba a
corear nuestros nombres. Nunca nos pareció gracioso el alarde verbal de este
pajarraco, aunque el verde de sus alas inmóviles nunca ha podido escapar de mi
memoria. A media mañana, una vez liberada, el ave se paseaba en la mesa o en el
respaldo de los sillones, pero nunca cerca de las ventanas. En ese entonces
todavía nos preguntábamos por qué prefería la televisión a la copa de esa
higuera que se alzaba frondosa en el jardín de la casa vecina.
En sus paseos por los alrededores
de Appenzel, en Suiza, a mediados de los años cuarenta, el escritor Robert Walser
la hace notar a su compañero de marcha que los perros que salen a su paso se
han tornado más reservados: "¿No se ha dado cuenta de que los perros se
han vuelto mucho más silenciosos que antes, como si la electricidad, el
teléfono, la radio y demás artilugios les hubieran quitado la voz?" El
recuerdo de esta observación me lleva a pensar que finalmente las mascotas han
perdido la voz porque son sus amos los que hablan en su nombre. Es el mío un
comentario tan obvio que no debería haberse escrito y, sin embargo, ¿cuántas
personas ponen en boca de sus animales palabras de más? Los convierten en
entidades morales parlantes o en voceros de su intimidad y de sus pasiones.
¿Qué puedo tener yo en contra de eso? Nada en verdad, lo que sucede es que mi
idea de la libertad pertenece a una noción fantástica del mundo. Por eso vuelve
a aparecer la imagen de un joven caimán de apenas un metro de largo paralizado
en el fondo de la estrecha pileta que aún está de pie en casa de mis padres. El
caimán miraba sin mirar y su piel escamosa hipnotizaba mis pupilas que nunca
antes habían tenido tan cerca a un animal prehistórico. Mi padre había traído
al lagarto de la selva chiapaneca con el fin de obsequiarlo a un político que
gustaba de coleccionar bestias extrañas en su casona de mármol. Y mientras
llegaba a su destino, el animal permaneció una semana en la pileta de nuestra
casa. Mis hermanos –por entonces aún no cumplían los diez años – invitaban a
sus amigos a mirar a cierta distancia a esa piedra inmóvil que esporádicamente
se sacudía como presa de un doloroso estertor. Acaso la prueba de que este
animal jamás podría tener el aura de una mascota es que mis hermanos, tan dados
a bautizar hasta a las moscas, no encontraron nombre para el ser dentado que
tuvo la mala suerte de encontrarse un día frente a frente con mi padre.
En una breve novela de John
Fante, el personaje más destacado y padre de una familia de holgazanes, exclama
cuando descubre a su hija dormida rodear con sus brazos a su mascota: "Me
gusta que los jóvenes duerman con perros. Es lo más cerca de Dios que estarán
en su vida." Vuelvo a las páginas donde se encuentra el pasaje citado y me
doy cuenta de que muchos años atrás cuando leí esta novela hice una anotación
al margen de la hoja que dice: "Dios es un perro, no una mascota." Y
temo confesar que no sé qué motivos tuve para escribir sentencia tan categórica
cuando los dioses nunca han sido objeto de mi atención. Odiar a Dios es un
desperdicio si podemos concentrarnos en seres menos nebulosos y más viles. Debo
concluir estos pasajes deshilvanados contando que un día prometí que si ganaba
un premio literario donaría el dinero a los patos que habitan el estanque del
Parque México. Lo hice porque hace unos años me desperté con la noticia de que
varios perros, aprovechando la calma nocturna de una madrugada que apenas
comenzaba a nacer, se introdujeron al estanque y asesinaron a veinte patos que
soñaban con patos que a su vez soñaban con más patos. Los perros aprovecharon
que se hacían labores de remodelación en el parque y el agua apenas si
alcanzaba a humedecer el fondo del estanque. Unos días antes de crimen tan
aterrador estuve a punto de ganar, como me lo hizo saber Enrique Vila-Matas, el
premio Rómulo Gallegos que si mal no recuerdo ofrecía casi un millón de pesos
mexicanos, cantidad suficiente para dejar de escribir durante un buen número de
años. El premio se lo adjudicó a Fernando Vallejo de quien supe después, aunque
no lo comprobé, había donado el dinero a una asociación esmerada en la
protección de canes desamparados. Pues bien, en una especie de desagravio
tardío prometí que si alguna vez se me otorgaba un premio de tan altos vuelos,
los anodinos patos del Parque México recibirían de mis manos un cheque
espléndido el cual funcionará para amentar su seguridad mientras duermen. Y
vamos si no cumpliré mi promesa.
Guillermo Fadanelli
Revista
SOHO (Colombia), Edición 127, 19 de noviembre de 2010.
http://guillermofadanelli.blogspot.mx/search?updated-min=2010-01-01T00:00:00-08:00&updated-max=2011-01-01T00:00:00-08:00&max-results=20
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