Poco
a poco, con la paciencia de un reloj sexagenario, Ángeles intentó llorar. Era
verano, más la sensación invernal, la invadía a media tarde, sus pies fríos
como el hielo. Podía oler perfectamente su fracaso, perfumaba el aire de su
alrededor. Ángeles, aguantaba la respiración para evitarlo.
Después
de un par de minutos replanteándose sus aspiraciones en la vida, aspiró su
fracaso de lleno y ahogó sus pulmones en él. Se sentó en el mismo sitio donde
estaba, evitando así el leve temblor que amenazaba de muerte a sus rodillas.
Agarrándose sus pies de hielo, intento inyectar calor a través de sus manos de
muerto, Ángeles soltó todo el aire en una tremenda carcajada vacía.
Pero
la segunda, muy a su pesar, estaba llena, rompía todos los esquemas previamente
acomodados del mundo real y audible. Ella derramó la más pura vitalidad. Tal
fue la sensación de felicidad que la invadió, que tuvo que echarse en el suelo
y mirar al techo. Sus pies ya no estaban fríos y sus manos tampoco.
Una
lágrima cayó, y se estrelló contra la duela. Ángeles comenzó a sollozar, a
sollozar de verdad. Susurraba incoherencias que la hicieron romper a llorar. Ángeles lloraba lágrimas de lago, y se las
lamía de sus labios de cartón mojado.
Estaba
cansada, siempre se cansaba porque nunca dejaba de estarlo. Mientras lloraba
recordó el tacto de una mano contra su mejilla, dejó de estar tumbada sobre la
madera, y se puso de rodillas, hundiéndose en su alma.
Oscuro,
oscuro, oscuro… Pobre Ángeles, así de podrida estaba su alma. Negó con la
cabeza, como si una voz le hubiera susurrado lo mismo que veía, oscuridad.
Se
puso de pie, agarró su cortina preferida. La olió y… Pobre Ángeles, no puso
soportar más el verano…
Lunaoscura
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