Era aun de madrugada cuando el despertador rugió, molesto e insistente. Martha sacudió la cabeza, con ese pequeño susto que sufrimos al despertarnos, y que se desvanece tan rápido que casi nunca lo percibimos. Todavía medio dormida, estiró la mano y apagó la alarma.
Giro
su cuerpo y pensó “cinco minutos más”, pero después de unos segundos su conciencia
la aguijoneó a levantarse. Retozó por unos minutos en la cama, deleitándose en
el calor casi maternal de las sabanas. Abrió los ojos y se los restregó un
poco, a la vez que bostezaba. Con la oscuridad que reinaba en el cuarto, era
prácticamente lo mismo tener los ojos cerrados o abiertos, porque siempre
dormía con la ventana cerrada le molestaba muchísimo la luz a la mañana.
Con
una lentitud extrema se levantó, y sufrió un par de escalofríos mientras
abandonaba su cama a esas horas de madrugada. Se calzó las
pantuflas, y sin prender la luz mecánicamente salió de su habitación, se
dirigió hacia la puerta, esquivando los escasos muebles que había en su camino
con la destreza de la costumbre. Su casa estaba silenciosa y oscura como una
tumba.
Se
dispuso a atravesar el comedor para dirigirse al baño; caminó entre las sillas
y la mesa, y entró al baño, más frío que de costumbre.
Apretó
el botón, y el ruido fantasmal del agua yéndose quebró el silencio. Se dio
vuelta y se lavó la cara, estremeciéndose cuando sintió el agua fría recorriéndole
por el rostro.
Más
despejada, notó que aún en el baño seguía sin ver absolutamente nada, como si
tuviese los párpados cerrados. Miró hacia donde sabía que estaba la claraboya,
pero la negrura era absoluta. Exploró la pared, recta, esquina, recta, puerta.
Volvió la mano por donde había venido, y la bajó instintivamente, adonde sabía que
estaba el interruptor.
Escuchó
el clic y entrecerró los ojos esperando el fuerte golpe de la luz, pero la
negrura seguía siendo total. Esperó unos segundos, como no entendiendo, y
volvió a poner el botón en “apagado”. Dos segundos más, e intentó encenderla
nuevamente, pero con igual resultado. Maldición, se quemó el foco – pensó-.
Salió
del baño, cerrando detrás de sí la puerta, se dirigió hasta el interruptor del
comedor, tanteando, llegó y presionó el botón, pero lo único que cambió fue el
“clic” que rompió el silencio, nada más. Una duda se apoderó de ella.
-
¿Pagué la luz este mes? Sí, sí, hace
una semana. -Alternó el interruptor una docena de veces, con frustración, e
insultando mentalmente a la compañía de energía eléctrica por el mal servicio
que le daban-.
Tanteando,
con las manos siempre adelante cual ciego primerizo, volvió a su cuarto. Pasó
la mano sobre la mesa de luz hasta encontrar el celular; por lo menos podría
usar la pantalla como linterna hasta buscar velas, o algo así. Tocó la pantalla
táctil, y está no respondió.
-
¿Cargué la batería? Sí, algo tiene que
tener… roto no creo que esté, lo usé anoche…- Impaciente, tocó un par de veces más, pero la
pantalla no iluminaba absolutamente nada.
Hasta
ese momento se dio cuenta, que la oscuridad era tan densa que no podía ver
nada, pero literalmente nada. Colocó su mano a dos centímetros delante de sus
ojos, y no podía verla. Nada, nada.
-
Bueno, no pasa nada. Seguramente el
despertador se adelantó y todavía es de noche, por eso no entra luz desde
afuera. El celular seguramente está roto, y las luces seguramente no andan
porque hubo un corte de luz… si, seguramente es eso. Ni siquiera puedo ver qué
hora es en el reloj… esta oscuridad es demasiado… demasiado oscura. - Era su
monologo para calmar la ansiedad que empezaba a invadirla-
Martha,
se sentó en la cama, mirando hacia adelante, pero sin ver nada en realidad.
Siempre tanteando, buscó la tira que le permitiría abrir el postigo, para que,
entrara un poco de luz, que obviamente tendría que haber.
Escucho
el ruido de la contraventana subiendo, pero todo siguió igual de negro. Era
imposible, siempre algo de luz hay en la calle, por mínima que sea. Además, sus
pupilas estaban dilatadísimas, y podría detectar fácilmente hasta el más mínimo
rayo de luz, por débil que fuese.
Empezó
a preocuparse. Instintivamente, se llevó los dedos hacia los ojos, los cerró y
los tocó. Sí, seguían estando ahí, donde debían. Respiró hondo y trató de
tranquilizarse, pero simplemente no podía. Esta oscuridad no era nada natural,
y realmente la asustaba hasta la médula.
-
Esto no está bien, no está nada bien.
No puede ser que no entre luz de afuera… algo, algo tiene que entrar por poco
que sea. Aparte, me siento un poco mal…, no tengo que dejar que esto me afecte.
Dentro de poco va a volver la luz y va a ser todo normal. Ah, claro, soy una
idiota. Si hubo un corte de luz, y hoy hay luna nueva, es obvio que no va a
entrar la luz de afuera… pero, pero algo tendría que entrar, siempre un poquito
hay, para por lo menos ver algo, por tenue que sea.
Interrumpió
sus pensamientos y decidió ir a la cocina a buscar las velas. Tanteando paredes
y muebles, llegó hasta la tarja. Extendió la mano hacia arriba y abrió la
puertita. Tomó el paquete de velas.
Recorrió
la mesa con la mano hasta llegar a la estufa, donde seguramente tenía un
encendedor. Pasó los dedos por las hornillas apagadas, y de nuevo la mesa. De
repente, un horror indescriptible la invadió, sintió que tocaba piel humana,
como si fuese un antebrazo.
Retiró
la mano instintivamente, retrocedió hasta que chocó la espalda contra la mesa. Cayó
de rodillas, pero la adrenalina y el miedo que inundaban lograron hacerla
levantarse en milésimas de segundo. Con el terror gritando en cada fibra de su
cuerpo y chocando con todo lo que se haya en su paso, no se detuvo en su fuga.
Finalmente
llegó hasta la puerta de entrada, palpó la pared hasta que encontró la puerta
de metal, bajó la mano hasta encontrar el picaporte… el picaporte no estaba.
Empezó
a sudar, y apoyó la espalda contra la puerta, a la vez que seguía tocando para
ver si encontraba la manija. Comenzó a temblar. La puerta estaba totalmente
lisa.
Lo
único que percibían era el ruido de su respiración, rápida, agitada, y el frío
de la pared que tenía a sus espaldas, nada más. Se sentó en el piso, moviendo
la cabeza de un lado a otro, por la costumbre de poder y la desesperación de
querer ver.
Pasaron
unos de minutos, que a ella le parecieron eternos, trataba de encontrar una
explicación lógica.
-
No toqué nada, fue mi imaginación. Estoy
nerviosa… esta maldita oscuridad… Debe de haber sido un pedazo de carne que
deje, una bolsa y como estoy asustada me pareció que era un brazo. Nada más.
Nada más.
Siguió
pensando, y se dio cuenta de que tendría que ir nuevamente por una vela. A pesar de eso, siguió exactamente en el lugar
que estaba. No se animaba a levantarse ni a hacer el más mínimo ruido, aunque
ya había formado una explicación de que era lo que había pasado. Sin embargo,
explicación racional o no, la verdad era que seguía ahí, agazapada, esperando
un mínimo ruido.
-
¡Ay Dios, ay Dios! No puede ser, no
puede ser, no puede ser. Ya sé que es lo que está pasando. ¡Estoy ciega!
Seguramente la habitación está plenamente iluminada y soy yo la que no puede
ver nada, y las cosas que están pasando son solamente producto de mi
imaginación. ¡No puede ser que me haya quedado ciega así, ¡es imposible
totalmente!
Sollozó
patéticamente un rato, al darse cuenta de que se había quedado ciega, y de que
estaba haciendo el ridículo. Tantas cosas que no iba a poder hacer nunca más. Toda
la tragedia se le desnudó de repente.
-
No puede ser que me pase esto, no a
mí. Hasta ayer estaba bien, ¡Maldición! Creo que la única manera es prender la
vela o el encendedor, para saber si yo estoy ciega o me están pasando esta
serie de accidentes casi imposibles.
Se
armó de valor, se levantó y comenzó a caminar, a ciegas al igual que desde que
se levantó de la cama. Dio un par de pasos y ya estaba a punto de llegar a la mesa,
cuando escuchó un sonido tenue, vago, como una respiración. El corazón se le
detuvo.
Temblaba.
Fue solo un momento que lo escuchó, pero la tensión que acumulaba hacía rato, la
hizo colapsar. Se quedó paralizada, sin moverse, esperaba un golpe, una
mordida, algo que la matara en cualquier momento y desde cualquier lado. Estaba
indefensa totalmente, esperando su muerte.
Esperó
un minuto. Dos. Tres. Cinco. Ocho. El tiempo se le hizo eterno, pero al fin, y
con pavor, escucho un roce, como de pies que se movían con sigilo. Su oído ya
estaba muy sensible, por la falta de visión y por el miedo que sentían. El
sonido de los pasos se alejaba en dirección al baño.
-
¿Qué es lo que está pasando? ¿Hay
alguien acá? ¿Qué carajo quiere de mí, por qué no me habla o me mata, que
pretende? ¿Estoy ciega y todos estos ruidos son producto de mi imaginación?
¿Hay alguien que está jugando conmigo?
Despacio,
se movió hacia la mesa. Su sentido de la orientación estaba mejorando bastante,
ya era capaz de acordarse la posición de cada cosa. Toqueteó la mesa hasta que
encontró el encendedor y lo tomó. Era la hora de la verdad. Posicionó
el pulgar y lo bajó en un movimiento rápido. Sintió el “chic” pero no vio nada,
ni siquiera la chispa.
-
Estoy ciega, estoy ciega, maldición,
maldición.
Probó
nuevamente, se dio cuenta de que no era el mismo ruido que siempre. Acercó el
encendedor a su oído, y pulsó solamente el botón que expulsa el gas, pero le llegó
un ruido casi inexistente. El encendedor agonizaba. La única alternativa que le
quedaba para conseguir luz se iba y no volvería jamás.
Su
respiración era cada vez más rápida, y su corazón volaba. Dudaba de todo, no
sabía qué era lo que estaba pasando, y no tenía forma de saberlo. Siguió
tratando obsesivamente de prender el encendedor, sin respuesta.
-
Un momento, ¿por qué no veo la chispa?
Pasaron
unos minutos, y no se atrevía a moverse de donde estaba. Agradeció al cielo
tener los sentidos del tacto y del oído, porque sin ellos ya se habría vuelto
completamente loca. Sintió una sed terrible quemándole la garganta, y se movió
apenas unos centímetros hasta alcanzar la tarja. Abrió la llave de agua fría,
pero el ruido a metal fue lo único que escuchó, en vez del esperado sonido del
agua fluyendo. Tocó la llave del agua caliente, pero tampoco hubo respuesta.
-
¿Tampoco hay agua? ¿Qué es lo que está
pasando?
Se
sentía mal, muy mal. Estaba desesperada, definitivamente, algo terrible estaba
pasando. No tenía salida, estaba totalmente perdida. Lloraba, ahora sabía que
definitivamente alguien o algo estaba en la casa, y estaba jugando con su
mente, haciéndolo desesperar para hacer quien sabe qué.
Súbitamente,
se dio recordó que traía su móvil, podía llamar a alguien y pedir ayuda. Marcó
metódicamente el número de familiares y amigos, pero siempre se escuchaba el
“tututututu” tan característico, que indica que el número no está en servicio.
Finalmente,
y con cierta reticencia a hacer el ridículo, marcó el número de la policía. El
alma le volvió al cuerpo cuando escuchó la rutinaria voz de un operador
contestándole.
-
911 ¿Cuál es su emergencia?
-
Hola –Respondió Martha aliviada por
escuchar una voz humana pero todavía nerviosa-. Creo que hay alguien en mi
casa.
-
Ok, quédese tranquilo y escóndase en
donde pueda.
-
¿Van a mandar una patrulla?
-
Sí, en estos momentos va a salir una
hacia allí, solamente espere y no me cuelgue. Está conversación será grabada
por precaución, señorita.
-
-Mandela lo más rápido que pueda,
estoy muy asustada, en serio.
-
-Sí, se le nota en la voz –repuso su
interlocutor -. Trate de calmarse y cuénteme que está pasando.
-
Martha le contó una versión
minimizada, mucho más verosímil, y cuando llegó al punto de que no veía ninguna
luz, ni la proveniente de afuera, la voz del oficial le respondió, extrañado -.
¿Abrió la persiana y no vio luz afuera? Pero si son las cuatro de la tarde, mujer…
Todo
el nerviosismo que había logrado ahuyentar volvió en esas palabras. Empezó a
respirar rápido, como si tuviese un ataque de asma. Sí estaba ciega y todo lo
demás era producto de su imaginación, esto lo confirmaba.
-
Señorita, ¿todavía está ahí? –dijo la voz
del operador-. ¿Señorita?
-
-Sí, sí, estoy acá –respondió Martha,
devastada –. Creo que me volví ciega.
-
Escúcheme atentamente, señorita. Hay
una forma médica y segura de saber si perdió la visión o no. Si tiene
bicarbonato de sodio cerca, échese un poquito en el ojo. Si perdió la visión le
va a arder un poco, no se preocupe, y si puede ver no le arderá absolutamente
nada. Créame, un tío mío lo hizo una vez. Hágalo y vuelva, no colgaré.
Estaba
desesperada, y el policía habló con total seguridad, así que supuso que tenía
razón. Fue hasta la alacena, y sacó lo que supuso era bicarbonato. Dudó un
poco, pero decidió probar una pizca y estuvo segura de que era bicarbonato y no
otra cosa. Se echó una pizquita en la mano, abrió el ojo y se lo puso.
El
dolor recorrió desde el ojo hasta el cerebro. La cornea le ardía como si se la
hubiesen prendido fuego con un soplete, e inmediatamente comenzó a gritar de
sufrimiento. Se fue rápidamente hacia la tarja para enjuagarse, pero otra vez, la
llave se obstinó y no salió ni una gota. Restregándose el ojo, se acercó al
teléfono. Tanteó hasta encontrar el cable que salía desde la parte de atrás. Estaba
arrancado.
-
Jajajaja, ¡que imbécil! –sonó la voz
del operador- No puedo creer que lo hayas hecho, en serio.
-
¿Quién eres, hijo de puta? ¿Qué quieres
de mí?
-
Soy el que decide cómo vas a sufrir.
Soy el encargado de que sufras. Lo único que quiero es que me temas, y que desees
no haber existido.
-
¿Todavía no te das cuenta de donde
estás? -Respondió una voz mucho más grave que la que había escuchado
anteriormente - Estoy cerca, muy cerca -en ese momento, Martha escuchó la
puerta del baño cerrarse de un portazo- Nos vemos pronto, –hizo una pausa -bueno,
yo te veré a ti solamente. Suerte con tu ojo.
Cada
vez se escuchaban más ruidos en la casa. Sillas que se caían, puertas que se
cerraban, pasos y respiraciones agitadas, cada vez más cerca. Recostada en el
suelo en posición fetal, agitada y llorosa, sentía como su cordura se escapaba.
-
Por Dios, si por lo menos tuviese una
luz, y pudiese ver un objeto, ver cualquier cosa, lo que sea. Pero quizá… quizá
sea mejor, por lo menos, el tormento se limita a la incertidumbre, al sonido y
al horrendo dolor en el ojo.
Rezó
apenas audiblemente. Había dicho un par de palabras cuando una voz lúgubre
llenó la casa, quitándole la poquísima esperanza que aún tenía.
-
¿A quién le rezas? Dios no te va a
escuchar acá. ¿Por qué no te tanteas el brazo izquierdo, a ver qué encuentras?
Aterrorizada,
comenzó a tocar su brazo, despacio fue bajando hasta la mano, y antes de llegar
a la muñeca sintió una ondulación como una cicatriz, que iba en diagonal
pasando por la vena.
-
¡Así es Martha! Te suicidaste hace
mucho, mucho tiempo. Este es el castigo que se les da a los suicidas. Desde que
llegaste me divierto viéndote sufrir lo mismo día, tras día, tras día. Es muy
divertido ver como reaccionas. Una vez hasta me hiciste frente, pero acá no hay
salvación posible. Cuando te duermas te vas a olvidar de todo esto, y a los
pocos segundos te vas a despertar y vas a sufrir exactamente lo mismo, pero sin
recordar nada. Tienes que pagar tu pecado y estás condenada. Sufrirás ahora, y
vas a seguir sufriendo por los siglos de los siglos. Amén”
Cuando
terminó de escuchar esto, Martha sintió como su cordura se partía en cientos de
pedazos. Escuchó amén, y comenzó a reír histéricamente, mientras proseguía el
castigo por su rebeldía. Desde ninguna parte, otra risa lo acompañaba, lúgubre
y malvada.
El
psiquiatra Castillejos sonrió y miró a su colega.
-
Hicimos buen trabajo, colega. El comandante
estará más que satisfecho con esta nueva cámara de tortura. Cronometre el
tiempo que tarda en quebrarse y mande un equipo de limpieza.
A
pocos metros, Martha, el sujeto de pruebas número treinta, se suicidaba presa
de la locura.
Lunaoscura