Eran las doce de la noche, la calle
lucía lúgubre, húmeda y fría, lo único que rompía el silencio, eran los pasos
apresurados de Esteban. Al dar vuelta a la esquina, sintió un leve roce en la
espalda que le impulsó a darse la vuelta. No había nadie, la calle estaba
desierta.
El hombre andaba algo achispado. Se
sentó a librar su malestar en una de las bancas de la Plaza Hidalgo. El ligero
sonido de la fuente sonaba con más fuerza que los grillos que se escondían entre
arbustos que le rodeaban. El agua que escapaba del surtidor componía una
pacífica melodía.
Esteban, estaba concentrado en el agua
cuando a unos metros creyó ver los pliegues vaporosos de un vestido de seda que
se perdían tras el zaguán de una casa. Seguro que la chica que lleva ese
vestido es guapísima, pensó, y movido por un cierto morbo y mucha curiosidad, se
acercó a la casa.
El portón de madera estaba cerrado,
pero la ventana enrejada de su derecha permanecía entreabierta. Se acercó con
sigilo y entornó la vista para buscar la silueta de mujer en la oscuridad, pero
el interior de la casa parecía estar en consonancia con el descanso de sus
moradores.
Desilusionado, Esteban volvió a ocupar
su asiento en la banca. Haría guardia en la plaza hasta que la muchacha saliera
de casa y en cuanto la viera se acercaría a ella y desplegaría todos sus
encantos.
Un dulzón olor a flores comenzó a
nublar los sentidos del hombre. Ensimismado y cabizbajo, Esteban permaneció
durante un par de horas en idéntica posición. Perdió la noción del tiempo y terminó
por caer en los brazos de Morfeo.
El frío de la madrugada lo sacó de su
letargo. Vencido por el sueño y la desgana, se disponía a marcharse cuando una
voz femenina le sorprendió por la espalda.
-
¡Nunca perdonaré tu traición! – le
susurraba con tristeza.
Esteban se sintió desconcertado, no
adivinaba de dónde provenían aquellas palabras, se giró bruscamente para buscar
a su dueña, pero no la encontró. Su mente reprodujo de nuevo la frase. Eran tan
parecidas sus palabras a las de Ariana… ¿qué sería ella? Si pudiera volver
atrás, si hubiese actuado de otra manera…
Decidido se internó por la estrecha
callejuela de donde provenía el susurro. Sintió frío, un frío que se agarraba a
sus huesos y hacía de cada paso una proeza. Dos gatos gruñían en la saliente de
la ventana por donde pasaba. Parecían que inquirían directamente a Esteban, este
dudó en darse la vuelta y salir corriendo, pero volvió a vislumbrar el balanceo
del vestido de seda al final de la callejuela. Era su oportunidad, no podía
volver a perderla. Corrió con todas sus fuerzas al encuentro de la mujer. Sus
pasos retumbaban como estridentes tambores que cesaron de tocar cuando volvió a
encontrarse solo en la plaza.
-
¡Sal mujer, da la cara y dime a qué
juegas! – el silencio y el maullido lejano de los gatos fueron la única
respuesta que recibió Esteban.
Su respiración era agitada y nerviosa.
¿Era real esa voz?, se preguntaba. Aquella noche estaba volviendo a reunirlo
con Ariana, su amargo recuerdo. No podía permitirlo, retrocedió unos pasos con
la intención de salir de aquel lugar y olvidarlo todo, pero en su pausada huida
advirtió la sombra de una mujer en la que no había reparado antes.
Dudó, pero la curiosidad ganó la
batalla. Se giró poco a poco, levantando su mirada desde el suelo hasta la
pared que había tenido a sus espaldas. El rostro de una hermosa mujer de tez
morena coronaba el dintel de la puerta. Era una imagen espeluznante, una
hermosa cabeza despojada de lo que seguro había sido un precioso cuerpo. De su
cuello tan solo colgaba un lazo rojo de seda que balanceaba la brisa. Aquella
cabeza abrió sus ojos negros, desplegó sus labios y se dirigió frágilmente a Esteban.
-
¡Esteban arrepiéntete, arrepiéntete de
tus pecados!
No supo qué contestar. Un terrible
sentimiento muy distinto al miedo hizo preso a su cuerpo. Era dolor,
remordimiento, una sensación profunda de haber errado. Sintió el peso de su
penitencia más fuerte que nunca, se dejó caer de rodillas y pidió perdón por
primera vez. Con los primeros rayos de sol, el rostro de Ariana se fue desvaneciendo,
dejando finalmente aquel dintel huérfano y en su lugar agazapado estaba un gato
negro que con pericia saltó para alejarse ronroneando.
Lunaoscura