Hacía ya doscientos años que el
castillo no era sino un montón de piedras derruidas. En mitad de aquellas rocas
se había alzado un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de
los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy
dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la
aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta,
asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del
árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera
sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha
rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio
un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un
suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y
treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su
palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba
que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.
— ¿Qué quieres hacer con este árbol? —preguntó la Dama Negra.
—Señora —respondió Wilhelm
mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de
dónde salía—, señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la
próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, a quien amo desde hace
tres años.
—Prométeme que harás una cuna
para tu primer hijo —dijo la
Dama Negra —, y levantaré el hechizo que defiende
este árbol del hacha del leñador.
—Se lo prometo, señora. —dijo
Wilhelm.
—
¡Muy bien! ¡Entonces golpea ahora! —dijo la
dama.
Wilhelm levantó su hacha, y del
primer golpe hizo en el tronco una incisión profunda; tras el segundo golpe, el
árbol tembló de la copa a las raíces; tras el tercero, cayó completamente
separado de su base y rodó por el piso. Wilhelm levantó la cabeza para darle
las gracias a la Dama Negra ,
pero ésta había desaparecido.
El joven cumplió la promesa que había
hecho, y aunque se burlaron bastante de él al ver que construía una cuna para
su primer hijo antes de que se hubiera realizado el matrimonio, no por eso puso
menos ardor y atención en su trabajo hasta el punto que, antes de que hubieran
transcurrido ocho días, ya había acabado una encantadora cuna.
Poco después se desposó con
Roschen y nueve meses después, Roschen dio a luz a un hermoso niño que
colocaron en su cuna de arce. Aquella misma noche, cuando el niño lloraba y su
madre, desde su cama, lo mecía, la puerta de la habitación se abrió y la Dama Negra apareció en
el umbral, llevando en la mano una rama de arce seca; Roschen quiso gritar,
pero la Dama Negra
puso un dedo sobre sus labios, y Roschen, por temor a irritar a la aparecida,
permaneció muda e inmóvil, con los ojos clavados en ella. La Dama Negra se acercó
entonces a la cuna con paso lento y que no producía ruido alguno. Cuando llegó
junto al niño, unió las manos, rezó un momento en voz baja, besó al bebé en la
frente y dijo a la pobre madre aterrorizada:
—Roschen, coge esta rama seca que
procede del mismo arce del que está hecha la cuna de tu hijo, guárdala con
cuidado, y tan pronto como tu hijo haya alcanzado los dieciséis años,
introdúcela en agua pura; luego cuando le hayan salido hojas y flores, dásela a
tu hijo y pídele que vaya a tocar con ella la torre del lado de Oriente: eso le
traerá a él felicidad y a mí la liberación.
Luego, tras haber pronunciado
estas frases, dejando la rama seca en las manos de Roschen, la Dama Negra desapareció.
El niño creció y se convirtió en
un hermoso joven; un buen genio parecía protegerlo en todo cuanto hacía; de vez
en cuando, Roschen le echaba una mirada a la rama del arce que había colocado
por debajo del crucifijo, junto al boj bendecido el Domingo de Ramos. Y como la
rama estaba cada día más seca, ella sacudía la cabeza dudando que una rama tan
seca pudiera llegar a tener hojas y flores. No obstante, el mismo día en que su
hijo cumplió los dieciséis años, no dejó de obedecer las órdenes expresas de la Dama Negra y, cogiendo
la rama de debajo del crucifijo, fue a colocarla en medio de un manantial que
brotaba en el jardín. Al día siguiente fue a ver la rama y le pareció que la
savia empezaba a circular por debajo de la corteza; dos días después vio que se
le formaban brotes; al día siguiente esos brotes se abrieron, luego crecieron
las hojas, aparecieron las flores, y al cabo de ocho días de haber estado en el
manantial, la rama estaba como si acabaran de cortarla del arce vecino.
Entonces Roschen buscó a su hijo,
lo condujo al manantial, y le contó lo que había sucedido el día de su
nacimiento. El joven, aventurero como un caballero andante, cogió de inmediato
la rama e inclinándose ante su madre le pidió su bendición, pues quería iniciar
su aventura en aquel mismo instante. Roschen lo bendijo y el joven se dirigió
de inmediato hacia las ruinas.
Era ese momento del día en el que
el sol, al ocultarse en el horizonte, hace surgir la sombra de los lugares
profundos a los más elevados. El joven, pese a ser valiente, no estaba exento
de esa inquietud que experimenta el hombre más animoso en el momento en el que
se enfrenta a un acontecimiento sobrenatural e inesperado; cuando
puso el pie en las ruinas, su corazón latía con tanta intensidad que tuvo que
detenerse un instante para respirar. El sol se había ocultado por completo y la
oscuridad empezaba a alcanzar el pie de las murallas cuya cima estaba aún
dorada por los últimos rayos de luz. El joven avanzó con la rama de arce en la
mano hacia la torre del Oriente, y al oriente de la torre encontró una puerta;
llamó tres veces, y a la tercera la puerta se abrió y apareció la Dama Negra en el
dintel. El joven dio un paso hacia atrás pero la aparecida tendió una mano
hacia él y con voz dulce y rostro sonriente:
—No temas, joven —dijo—, pues hoy
es un día feliz para ti y para mí.
—Pero ¿quién es usted, señora, y
qué puedo hacer por usted?
—Soy la dama de este
castillo —prosiguió el fantasma—, y como ves, nuestra suerte es
similar; él no es sino una ruina y yo no soy sino una sombra. De joven, estuve
comprometida con el joven conde de Windeck, que vivía a unas leguas de aquí, en
el castillo cuyos restos llevan aún su nombre. Después de haberme dicho que me
amaba, y haberse asegurado de que yo compartía su amor, me abandonó por otra
mujer que convirtió en su esposa; pero su felicidad no duró mucho. El conde de
Windeck era ambicioso; entró en la
Liga contra el emperador y murió en un combate en el que su
partido fue derrotado; entonces, los partidarios del emperador se desperdigaron
por las montañas, pillando e incendiando los castillos de sus enemigos. El
castillo de Windeck fue pillado e incendiado como los demás, y la joven condesa
huyó con su hijo en los brazos; agotada por la fatiga, cogió una rama de arce
para usarla de cayado. Había visto desde lejos las torres de mi castillo y,
como ignoraba lo que había habido entre su marido y yo, venía a pedirme
hospitalidad; pero si ella no me conocía, yo sí la conocía a ella; la había
visto pasar en silla de mano, embriagada de amor, ardiente en el placer,
seguida de lejos por muchos jóvenes guapos que, como si fueran eco de mi
ingrato enamorado, le decían que era hermosa. Al verla, en lugar de apiadarme
de ella como debía hacerlo una cristiana, todo mi odio se despertó. La vi con gusto,
abrumada por el peso de su tierno fardo subir con los pies descalzos y
malheridos por el sendero rocoso que conducía a la entrada de mi castillo.
Pronto se detuvo sobre la colina
que domina aquel lago de agua oscura que ahí ves; haciendo un esfuerzo,
hundiendo su cayado en tierra para apoyarse en él, tendió hacia mí sus brazos
en los que estaba su hijo y, moribunda, se dejó caer exhausta abrazando a su
pobre hijito sobre su pecho. Entonces, sí, lo sé muy bien, yo habría debido
descender de mi balcón, ir a su encuentro, levantarla con mis manos, sostenerla
sobre mi hombro, conducirla a este castillo y convertirla en mi hermana. Eso
habría sido hermoso y caritativo a los ojos de Dios; sí, lo sé, pero yo me
sentía celosa del conde, incluso después de su muerte. Quise vengarme en su
pobre esposa inocente de lo que yo había sufrido.
Llamé a mis criados y les ordené
que la echaran como si fuera una vagabunda. Desgraciadamente, me obedecieron:
los vi acercarse a ella, insultarla, y negarle hasta el trozo de tierra en la
que reposaba un instante sus miembros fatigados. Entonces, se levantó como una
loca, y cogiendo a su hijo en brazos, la vi correr con el cabello al viento
hacia la roca que domina el lago, subir a la cima y luego, profiriendo
una terrible maldición contra mí, precipitarse al agua, ella y su
bebé. Lancé un grito. Me arrepentí al instante, pero era demasiado tarde.
La maldición de mi víctima había llegado hasta el trono de Dios.
Había pedido venganza y la venganza debería realizarse.
Al día siguiente, un pescador que
había arrojado sus redes al lago sacó a la madre y al hijo aún abrazados. Como,
según la declaración de mis criados, había atentado contra su propia vida, el
capellán del castillo se negó a enterrarla en tierra consagrada y fue depositada
en el lugar en el que había hundido su cayado de arce; muy pronto, aquel
cayado, que aún estaba verde, echó raíces y, a la primavera siguiente, dio
flores y frutos.
Por lo que a mí respecta,
devorada por el arrepentimiento, sin tranquilidad durante mis días ni reposo
durante mis noches, pasaba el tiempo rezando de rodillas en la capilla, o
deambulando en torno al castillo. Poco a poco sentí que mi salud se deterioraba
y fui consciente de que padecía una enfermedad mortal. Muy pronto, una
languidez insuperable se adueñó de mí y me obligó a permanecer en cama.
Hicieron venir a los mejores médicos de Alemania pero, al verme, todos movían
la cabeza y decían: "No podemos hacer nada, la mano de Dios está sobre
ella". Tenían razón, yo estaba condenada. Y el día del tercer aniversario
de la muerte de la condesa, yo morí a mi vez. Por sugerencia mía, me vistieron
con el vestido negro que había usado en vida con el fin de llevar, incluso
después de mi muerte, luto por mi crimen; y como, pese a ser muy culpable, me habían
visto morir como una santa, me depositaron en la cripta funeraria de mi familia
y sellaron sobre mí la losa de mi tumba.
La misma noche del día en el que
allí me depositaron, en medio de mi sueño mortal, me pareció oír sonar la hora
en el reloj de la capilla. Conté las campanadas y oí doce. Tras la última, me
pareció que una voz me decía al oído:
—Mujer, levántate.
Reconocí la voz de Dios y
exclamé:
— ¡Señor! ¡Señor! ¿no estoy
muerta entonces, y aunque creía haberme dormido en vuestra misericordia para
siempre, vais a devolverme a la vida?
— ¡No! —Dijo la misma voz— no
temas, sólo se vive una vez; sí, estás muerta, pero antes de implorar mi
misericordia, es necesario que des satisfacción a mi justicia.
— ¡Dios mío, Señor! —Exclamé
temblando— ¿Qué vais a ordenar sobre mí?
—Errarás, pobre alma en
pena —respondió la voz— hasta que el arce que da sombra a la tumba de la
condesa sea lo suficientemente grueso como para proporcionar tableros para la
cuna del niño que te liberará. Levántate pues de tu tumba y cumple mi designio.
Entonces, con la punta de un dedo
levanté la losa de mi sepulcro, y salí, pálida, fría, inanimada, y deambulé
alrededor de mi castillo hasta que se oyó el primer canto del gallo; entonces,
como impulsada por un brazo irresistible, entré en esta torre cuya puerta se
abrió sola ante mí, y me tendí en mi tumba, cuya tapa se cerró sola. La segunda
noche fue igual, y todas las noches que siguieron a la segunda.
Esto duró casi tres siglos. Vi
cada año caer una tras otra las piedras del castillo, y brotar una a una todas
las ramas del arce. Finalmente, del edificio y de sus cuatro torres sólo quedó
ésta; el árbol creció y se hizo robusto hasta el punto que vi que se acercaba
el momento de mi liberación.
Un día tu padre vino con un hacha
en la mano. El arce, que hasta entonces había resistido al acero más afilado,
ablandado por mí, cedió ante el metal de su hacha; a petición mía, hizo del
tronco una cuna en la que te recostaron el día que naciste. El Señor ha
cumplido lo que me prometió, ¡bendito sea Dios todopoderoso y misericordioso!
El joven hizo la señal de la cruz
y preguntó: "¿Y ya no me queda nada más que hacer?".
—Sí —respondió la Dama Negra —, sí, joven,
debes concluir tu obra.
—Ordene, señora —contestó— y yo
obedeceré.
—Excava al pie del arce y
encontrarás los huesos de la condesa de Windeck y de su hijo: haz que los
entierren en tierra consagrada, y cuando estén enterrados, levanta la losa de
mi tumba y ponme una rama de boj bendecido en la última Pascua en la mano,
luego clava totalmente la tapa, pues no volveré a levantarme hasta el día del
Juicio Final.
—Pero ¿cómo reconoceré su tumba?
—Es la tercera de la derecha al
entrar; además —añadió la
Dama Negra tendiendo hacia el joven una mano que habría sido
perfecta de no ser por su extrema palidez—, mira este anillo, lo reconocerás
cuando lo veas en mi dedo.
El joven miró y vio un carbúnculo
tan puro que iluminaba no sólo la mano de la dama, sino además su bello y
melancólico rostro al que, lo mismo que a la mano, sólo podía reprochársele una
excesiva blancura.
—Se hará como desea —dijo el
joven cubriéndose con la mano, porque estaba deslumbrado por el brillo que
irradiaba el carbúnculo—, y desde mañana mismo.
— ¡Que así sea! —respondió la Dama Negra y
desapareció como si se la hubiera tragado la tierra.
El joven sintió que acababa de
producirse algo extraño, retiró la mano de los ojos y miró a su alrededor, pero
estaba solo en mitad de las ruinas, con la rama de arce en la mano, frente a la
puerta de la torre del Oriente, y esta puerta estaba cerrada.
El joven regresó a su casa y se
lo contó todo a su padre y a su madre que reconocieron en ello la mano de Dios;
al día siguiente, avisaron al párroco de Achern, que acudió al lugar indicado
por el joven entonando el Magnificat, mientras dos enterradores excavaban al
pie del arce. A cinco o seis pies de profundidad, como lo había dicho la Dama Negra , se
encontraron los dos esqueletos; los huesos de los brazos de la madre apretaban
aún a su hijo contra los huesos de su pecho. Ese mismo día, la condesa y su
hijo fueron inhumados en tierra consagrada.
Luego, al salir de la iglesia, el
joven cogió de los pies de un crucifijo una rama bendecida en la última Pascua,
y llamando a dos de sus amigos, uno de los cuales era albañil y el otro
cerrajero, los llevó consigo a la torre del Oriente. Cuando vieron dónde los
conducía, dudaron, pero el joven les dijo con tal confianza que al obedecerlo a
él obedecían a Dios, que no dudaron más y lo siguieron.
Al llegar a la puerta de la
torre, el joven se percató de que había olvidado la rama de arce con la que la
había tocado la víspera, pero pensó que su rama bendecida tendría sin duda el
mismo poder; y no se equivocó. Apenas el extremo de la rama seca hubo rozado la
maciza puerta, ésta giró sobre sus goznes, como si la hubiera empujado un
gigante, y una escalera surgió ante ellos.
Encendieron las antorchas de las
que se había provisto y descendieron; tras el vigésimo escalón llegaron a
la cripta. El joven se dirigió a la tercera tumba, y llamó a sus dos
acompañantes para que le ayudaran a levantar la tapadera; una vez más dudaron,
pero su compañero les aseguró que lo que iban a hacer, lejos de ser una
profanación, era un acto de piedad; unieron pues sus fuerzas y destaparon la
tumba. Contenía un esqueleto descarnado en el que el joven no logró reconocer a
la bella mujer que le había hablado la víspera, y a la que, como ya hemos
mencionado, sólo podía reprochársele una palidez excesiva. Pero en los huesos
de su dedo, vio brillar el magnífico carbúnculo sin par en el mundo. Le colocó
en la mano la rama bendecida, cerraron la tumba e invitó a sus amigos a
sellarla lo más fuerte posible. Los dos acompañantes así lo hicieron.
Es en esa tumba, que aún hoy se
muestra a los visitantes suficientemente animosos como para atreverse a penetrar
bajo las bóvedas de la capilla subterránea, donde reposa la Dama Negra , esperando
el Juicio Final.
Alejandro Dumas (1802-1870)
http://elespejogotico.blogspot.mx/2008/05/la-leyenda-de-la-mujer-de-negro-relato.html
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