La
tarde era sofocante, las lluvias de los días anteriores y el calor del verano,
me asfixian. Huyo al balcón de mi departamento, en un acto de franca rebeldía,
hoy no tejería con los hilos de la rutina.
Ante
mis ojos esta el Periférico, en su continuo flujo y reflujo, un río interminable
de ruidos de motores y cláxones. Esta vía se había considerado la solución de vialidad
para la Ciudad de México, craso error, la mancha urbana se la había devorado convirtiéndola
en un gran estacionamiento.
Una
mujer camina a toda prisa sobre la avenida Observatorio, es de edad mediana y
tez morena. No obstante, su prisa, en el trayecto se va acicalando, es obvio
que acude a una cita.
Se
detuvo en uno de los puentes que cruzan Periférico. Respiro profundo, alació su
pelo, y comenzó ascender. Con cada escalón conquistado, volteaba como esperando
ver algo.
Se
detiene en el primer descanso y echa una mirada a su alrededor. Continua hasta
estar sobre el puente, nuevamente divisa el panorama. Al llegar al otro extremo del puente, lo
descendió a toda prisa, me hizo suponer que llegaba tarde a su compromiso.
Durante
varios minutos, miraba una y otra vez los autos que se acercan, aparece en su
rostro un pequeño destello de esperanza, para inmediatamente dar paso al rictus
de disgusto que ha marcado su rostro los últimos treinta minutos al descubrir
que ese que viene no es a quien espera y que pasa de largo.
Me
da una enorme tristeza. La han dejado plantada. Los minutos pasan, el porte de
la mujer va menguando, la desesperanza la inunda, así como las lágrimas que
anegan sus ojos.
Veo
entonces que un auto convertible se aparca al lado de la mujer. De él desciende
un hombre muy alto y musculoso. A pesar de la distancia, noto claramente que
tiene la tez morena, una barba de candado y unos ojos que refulgen como el
fuego mismo.
Se
acerca a ella y le tiende elegantemente la mano. Ella mira hacia todos lados
intentando encontrar la salida. El
hombre sigue allí, quieto, como si algo lo mantuviera adherido al suelo.
Ella
duda un instante. Tiende su mano al aire, él la toma y con un ágil movimiento
la guía al auto, caminan unos cuantos pasos, repentinamente ella, detiene la
marca. El hombre sorprendido, articula
algunas palabras, ella esta con la cabeza gacha y su postura denota
abatimiento.
Él
le levanta la cara, es evidente la tristeza de ella. Después de un breve
intercambio de palabras, el hombre se aleja y sube a su auto. La mujer por unos
minutos, se queda quieta, no hay ninguna expresión en su rostro, solo su mirada
se pierde a la distancia.
Poco
después, inicia el recorrido de regreso. No vino nadie por ella.
Estoy
a punto de bajar corriendo para abrazarla, para decirle que la entiendo,
cuando, desde el interior del departamento, una voz inconfundible, grita:
-
¿Qué estás haciendo?
Y
estoy a punto de contarle lo que acaba de suceder, pero me contengo.
-
Nada. Viendo los autos.
Elvira,
me dijo más de una ocasión que, las epifanías son de quien las viven, y de
nadie más.
Lunaoscura
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