«Ésta no se me escapa: no se me
escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo
siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin
cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura
ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era
alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado
andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa
línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez,
capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada,
marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de
la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza
inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor
normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían
furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería
quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella
luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos,
mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol
escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del
meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar,
adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían
como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían
convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de
las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo
decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas,
suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su voz; de repente
la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo
por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea
escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la
devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella
lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas
palabras, que no puedo olvidar:
-Lurenzo, ¿sabes que comería un
bucadu? -Era gallega.
-Angel mío -dijo su marido, que
era el que la acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos
jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me
senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo... no me acuerdo de lo que
comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de
encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón,
expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero
modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y
regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo:
sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de
inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas,
voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme
gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un
bibliómano.
Yo empecé a deletrear la cara de
mi bella galleguita.
Soy fuerte en la paleontología
amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.
-Victoria -dije, y me preparé a
apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se
fueron.
Ella me miró dulcemente al salir.
Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de
cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo
había herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra
de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más
célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la
serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban
mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día
en que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo llevaba un
chaleco blanco y unos guantes de color de fila, que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron,
esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso
apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
Acerqueme, mire a lo alto,
extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos
misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!... ¿de qué? No quiero que este
pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme de ira: me habían puesto
perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí
que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con
todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta
libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme,
hasta que al fin una Compilatio
decretalium me
remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí, me encontré
en el carro de la basura.
Levanteme de aquel lecho de
rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje
de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo
que me llenó de ira.
Mi aventura 1.003 había
fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida.
Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire,
desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la
tierra!... Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no
tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba
alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y
también las iglesias.
Una noche, el azar, que era
siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por
no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde
donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una
sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su
ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la
coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa
facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un
joven la acompañaba, « ¡su esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna
de miel.
Entraron, me paré y me puse a
mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían
expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del
balcón, alargaba la mano, me hacía señas... Cercioreme de que no tenía en la
mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un
papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era
una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era
lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la
tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna,
penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al
recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una
sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo
misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una
mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí;
entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia
adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía
andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación
oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado
por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un
seno inflamado con la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas,
extendí mis brazos hacia ella... cuando de pronto un ruido espantoso de risas
resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que
empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El
velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de
más de noventa años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia,
vestigio secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un
perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones,
sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!,
se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el
amor.
Los golpes de aquella gente me
derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían
ser los autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos,
bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde
caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron
levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo.
Siguieron otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que
constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia
acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen
encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como
a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.
Benito Pérez Galdós
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/galdos/el_don_juan.htm
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