miércoles, 3 de mayo de 2017

Indulgencia

El sol entraba impávido y sin ganas por los opacos vidrios del ventanal, iluminando los vetustos muebles y envejecidos retratos que se percibían inmóviles entre la oquedad del recinto. Ahí donde estaban abandonados los silencios, enmudeciendo las voces de un ayer lejano.

En la fresca y ensombrecida estancia, meciéndose en un vaivén sin fin, un sillón ponía movimiento a una vida resignada a la espera impía del final.  Pedro, se apretujaba entre sus gastados huesos, entrecruzaba las piernas anudadas a cansancios sin senderos ni caminos. Liberaba, de tanto en tanto, un vaporcito caliente de su boca, dejándolo escapar en forzado respiro, sosegándole el pecho. 

Una manta cubría sus piernas, un abanico sin fuerza se empecinaba en acercarle bocanadas de aire en hitos de alivio que se expandía por sus endurecidos pulmones, lacerados conscientemente de humo y vahos que derrocharon vida.

Se imponía a trascender mientras discurría el tiempo, re inventando las horas, postergando el sueño para luego dejarse caer vencido. Allí solo, en la tediosa espera gastaba su excedente de tiempo, prolongando una vida inútil sin amor ni voces, atado a los silencios que vagaban como fantasmas por las habitaciones y descarnados muros teñidos de soledades y ausencias.

Desde cuándo se apagaron las risas y la infancia se hizo adulta para partir, Desde cuándo, lo dejaron solo con sus temores y arrepentimiento. Con el dolor enmarcado en un paisaje de vacíos de nadas.

Pedro estaba allí, entre santos y velas encomendando su vida a su Dios, glorificando angelitos de alas rotas, embelleciendo altares y vírgenes con atuendos de seda, contemplando cruces y flores descoloridas.

Con una mística comunión se entregaba al rezo, flagelando memorias, depurando pecados en aguas benditas, entrecerrando los ojos, esperando milagros ávidos de perdones y silenciando su conciencia. De rodillas, rezaba en voz alta para oírse, para sentir que su plegaria llegara a su Dios.

Aislado del mundo, sumergido y entregado a la voluntad de castigarse, pedía una señal, reclamaba a los cielos que lo liberaran de culpas. Con lágrimas vivas, pedía por su alma, por su carne, por sus demonios y el perdón.

En una casa a oscura y de rincones sin sombras ni latidos, su corazón palpitaba en el gran espacio que abarcaba su soledad.

Una endeble luz aún alumbraba sus vanas esperanzas, la luz de la vieja luna entraba, acentuando los silencios de la habitación, mostrando la inmensidad reducida a despojo de la hermosa sala.  Pedro, concentrado y entregado a la ferviente necesidad de la fe, imploraba en mudas palabras:

-       Dime, Dios, ¿me haces sufrir por lo que hecho? Mitiga el dolor. Regrésame lo perdido. Da por terminado el destino que tenías para mí. ¡Esto no es vida!

Solo los sonidos de la madera reseca y el balanceo cadencioso de los esqueletos desnudos sin savia ni follaje de los viejos y abandonados árboles de su jardín, daban una tétrica respuesta a sus suplicas.



Lunaoscura

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