El sol entraba impávido y sin ganas
por los opacos vidrios del ventanal, iluminando los vetustos muebles y
envejecidos retratos que se percibían inmóviles entre la oquedad del recinto.
Ahí donde estaban abandonados los silencios, enmudeciendo las voces de un ayer lejano.
En la fresca y ensombrecida estancia,
meciéndose en un vaivén sin fin, un sillón ponía movimiento a una vida
resignada a la espera impía del final. Pedro,
se apretujaba entre sus gastados huesos, entrecruzaba las piernas anudadas a
cansancios sin senderos ni caminos. Liberaba, de tanto en tanto, un vaporcito
caliente de su boca, dejándolo escapar en forzado respiro, sosegándole el
pecho.
Una manta cubría sus piernas, un
abanico sin fuerza se empecinaba en acercarle bocanadas de aire en hitos de
alivio que se expandía por sus endurecidos pulmones, lacerados conscientemente
de humo y vahos que derrocharon vida.
Se imponía a trascender mientras discurría
el tiempo, re inventando las horas, postergando el sueño para luego dejarse
caer vencido. Allí solo, en la tediosa espera gastaba su excedente de tiempo,
prolongando una vida inútil sin amor ni voces, atado a los silencios que
vagaban como fantasmas por las habitaciones y descarnados muros teñidos de
soledades y ausencias.
Desde cuándo se apagaron las risas y
la infancia se hizo adulta para partir, Desde cuándo, lo dejaron solo con sus
temores y arrepentimiento. Con el dolor enmarcado en un paisaje de vacíos de
nadas.
Pedro estaba allí, entre santos y
velas encomendando su vida a su Dios, glorificando angelitos de alas rotas,
embelleciendo altares y vírgenes con atuendos de seda, contemplando cruces y
flores descoloridas.
Con una mística comunión se entregaba
al rezo, flagelando memorias, depurando pecados en aguas benditas,
entrecerrando los ojos, esperando milagros ávidos de perdones y silenciando su conciencia.
De rodillas, rezaba en voz alta para oírse, para sentir que su plegaria llegara
a su Dios.
Aislado del mundo, sumergido y
entregado a la voluntad de castigarse, pedía una señal, reclamaba a los cielos
que lo liberaran de culpas. Con lágrimas vivas, pedía por su alma, por su
carne, por sus demonios y el perdón.
En una casa a oscura y de rincones sin
sombras ni latidos, su corazón palpitaba en el gran espacio que abarcaba su
soledad.
Una endeble luz aún alumbraba sus vanas
esperanzas, la luz de la vieja luna entraba, acentuando los silencios de la
habitación, mostrando la inmensidad reducida a despojo de la hermosa sala. Pedro, concentrado y entregado a la ferviente
necesidad de la fe, imploraba en mudas palabras:
-
Dime, Dios, ¿me haces sufrir por lo
que hecho? Mitiga el dolor. Regrésame lo perdido. Da por terminado el destino
que tenías para mí. ¡Esto no es vida!
Solo los sonidos de la madera reseca y
el balanceo cadencioso de los esqueletos desnudos sin savia ni follaje de los
viejos y abandonados árboles de su jardín, daban una tétrica respuesta a sus
suplicas.
Lunaoscura
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