Fue
como si de repente me encontrara en otro lugar desconocido y a miles de kilómetros.
Un simple roce, y toda la realidad dejó de tener sentido.
No
se trataba de nada físico, era algo más, quizá solo la sensación de calor que
me transmitía. Era como si todos mis deseos tan recónditos que ni yo misma sabía
poseer, se materializaran allí mismo. Me quedé helada, dejando que se me
escapara. Él, el hombre perfecto, el ideal.
Su
imagen no se borró de mi memoria. Por eso semanas después, sentada en una
cafetería del centro, me bastó una mirada para reconocerlo. Esas manos, esa
sonrisa… y, sobre todo, su aroma.
Traté
de contener el aliento para evitar el efecto narcótico que su olor me producía,
pero la fascinación persistía. Nunca hubiera creído que un sentimiento tan
ilógico pudiera arrebatarme la razón así, y allí estaba. O ya no. Se había escapó
de nuevo.
Sin
saber por qué, algún oculto lugar de mi mente me impulsaba a volver una y otra
vez al mismo bar. Y así transcurrieron los días hasta que, de nuevo, lo vi.
Esta vez estaba preparada. Una y mil veces había ensayado cómo forzar el encuentro.
¡Todo en balde! Mi cuerpo no respondía a
las órdenes. Allí estaba impotente, observándole cómo se alejaba por tercera
vez.
Se
marchó. No sé si por descuido o con intensión, había dejado en su asiento un
pañuelo. Mi primer impulso fue correr tras él para devolvérselo, pero tras
recapacitar un momento y ver que nadie más se había percatado, lo cogí y lo
guardé con mucho cuidado. No lograba entender cómo el resto del personal no se
sentía, como yo, arrastrada sin pudor por esa presencia sobrehumana.
Noches
enteras pasé en vela, aspirando el suave aroma que desprendía la prenda.
Fragancia que, a mi pesar, se iba desvaneciendo día tras día. Me imaginaba cómo
sería su vida, su trabajo en una aburrida oficina, su casa, las compañías que
pese a mi egoísta envidia frecuentaría… Y un día salí a buscarlo.
Frecuenté
la cafetería en que lo vi la segunda vez, y allí lo esperaba, vagando durante
horas por entre las concurridas calles. Sin resultado. Tampoco aparecía por el
bar, y yo me negaba a imaginar cuán desdichada iba a ser mi vida si no tenía
por lo menos la oportunidad de contemplarlo una vez más.
Pero
el destino siempre me ha sido propicio y, cuando más desesperada estaba,
apareció de nuevo. Fue en las escaleras del metro, cuando yo me lamentaba de otra
tarde de infructuosa búsqueda.
Como
un autómata, lo seguí sin atreverme a romper la barrera de la distancia que nos
separaba. Y así pasó el tiempo, yo fui averiguando dónde trabajaba, dónde
vivía, cuáles eran sus amistades. Hasta que ya no pude resistirlo más. Y me
acerqué a hablarle.
-
Disculpe usted, ¿se le ha caído esto?
- ¡Mi
pañuelo! Creí que lo había perdido. Muchas gracias. - Esa sonrisa, era como un
amanecer de invierno, como un torrente desbordado. Pero esta vez era para mí. Solo
para mí.
Hay
un margen de tiempo sobre el cual poco podría decir, salvo que empecé a
cruzarme con él a menudo, siempre a las mismas horas, en los mismos sitios. Al
principio solo nos saludábamos, poco después empezamos a hablar. Me justifiqué
diciendo que trabajaba por su zona, que tenía conocidos por allí.
Un
día, algo había cambiado en él, algo que yo no era del todo capaz de detectar.
Era algo que menguaba su atractivo, incluso me atrevería a afirmar que afeaba
su figura.
Tardé
en percatarme de que se trataba de su loción, aquel día debía haberlo olvidado.
Desde aquel momento, las imperfecciones llegaron una detrás de otra, como un
aluvión que, aun queriendo yo prestar ojos ciegos, continuaba cayendo
imperturbable. Un día un pequeño grano, otro las mejillas abultadas de no
dormir. Su piel no era tan tersa como yo había imaginado en un principio, ni
tan finos sus labios.
El
desconcierto llegó a su punto álgido el día que, habiendo quedado con él para
tomar algo, se marchó un momento al baño. ¿Al baño? Traté por todos los medios
de borrar esa imagen de mi cabeza.
Aquel
día nos besamos. Un beso que no supo a nada más que a eso, a beso. Ni me elevé
a las nubes ni se detuvo el tiempo. Mi fascinación se había truncado ya no en
confusión, sino que rallaba prácticamente en el fastidio, en asco.
Frustración.
Media botella de ron y me presenté en su casa. Bajó en bata y pantuflas. No
pude resistirlo más. Sentí tanta rabia, tan gran decepción… Una vez más la vida
me demostraba su carencia de significado, sus falsas promesas.
Me
invitó a subir a su departamento, estando adentro, me empujo contra la pared. Sus
jadeos empezaron a hacerse más intensos. Por fin. Por fin llegaba. También se
incrementó la fuerza de sus acometidas, destrozándome casi de forma literal. Me
pareció increíble cómo la ausencia total de placer dejaba lugar solo al daño de
su brutalidad. En un último asalto le hundí la navaja que traía guardada en el
abrigo. No sé realmente por qué.
Así
ocurrió todo, señor juez.
Lunaoscura
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