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sábado, 20 de mayo de 2017

Amor enajenado

Fue como si de repente me encontrara en otro lugar desconocido y a miles de kilómetros. Un simple roce, y toda la realidad dejó de tener sentido.

No se trataba de nada físico, era algo más, quizá solo la sensación de calor que me transmitía. Era como si todos mis deseos tan recónditos que ni yo misma sabía poseer, se materializaran allí mismo. Me quedé helada, dejando que se me escapara. Él, el hombre perfecto, el ideal.

Su imagen no se borró de mi memoria. Por eso semanas después, sentada en una cafetería del centro, me bastó una mirada para reconocerlo. Esas manos, esa sonrisa… y, sobre todo, su aroma.

Traté de contener el aliento para evitar el efecto narcótico que su olor me producía, pero la fascinación persistía. Nunca hubiera creído que un sentimiento tan ilógico pudiera arrebatarme la razón así, y allí estaba. O ya no. Se había escapó de nuevo.

Sin saber por qué, algún oculto lugar de mi mente me impulsaba a volver una y otra vez al mismo bar. Y así transcurrieron los días hasta que, de nuevo, lo vi. Esta vez estaba preparada. Una y mil veces había ensayado cómo forzar el encuentro. ¡Todo en balde!  Mi cuerpo no respondía a las órdenes. Allí estaba impotente, observándole cómo se alejaba por tercera vez.

Se marchó. No sé si por descuido o con intensión, había dejado en su asiento un pañuelo. Mi primer impulso fue correr tras él para devolvérselo, pero tras recapacitar un momento y ver que nadie más se había percatado, lo cogí y lo guardé con mucho cuidado. No lograba entender cómo el resto del personal no se sentía, como yo, arrastrada sin pudor por esa presencia sobrehumana.

Noches enteras pasé en vela, aspirando el suave aroma que desprendía la prenda. Fragancia que, a mi pesar, se iba desvaneciendo día tras día. Me imaginaba cómo sería su vida, su trabajo en una aburrida oficina, su casa, las compañías que pese a mi egoísta envidia frecuentaría… Y un día salí a buscarlo.

Frecuenté la cafetería en que lo vi la segunda vez, y allí lo esperaba, vagando durante horas por entre las concurridas calles. Sin resultado. Tampoco aparecía por el bar, y yo me negaba a imaginar cuán desdichada iba a ser mi vida si no tenía por lo menos la oportunidad de contemplarlo una vez más.

Pero el destino siempre me ha sido propicio y, cuando más desesperada estaba, apareció de nuevo. Fue en las escaleras del metro, cuando yo me lamentaba de otra tarde de infructuosa búsqueda.

Como un autómata, lo seguí sin atreverme a romper la barrera de la distancia que nos separaba. Y así pasó el tiempo, yo fui averiguando dónde trabajaba, dónde vivía, cuáles eran sus amistades. Hasta que ya no pude resistirlo más. Y me acerqué a hablarle.

-       Disculpe usted, ¿se le ha caído esto?
-       ¡Mi pañuelo! Creí que lo había perdido. Muchas gracias. - Esa sonrisa, era como un amanecer de invierno, como un torrente desbordado. Pero esta vez era para mí. Solo para mí.

Hay un margen de tiempo sobre el cual poco podría decir, salvo que empecé a cruzarme con él a menudo, siempre a las mismas horas, en los mismos sitios. Al principio solo nos saludábamos, poco después empezamos a hablar. Me justifiqué diciendo que trabajaba por su zona, que tenía conocidos por allí.

Un día, algo había cambiado en él, algo que yo no era del todo capaz de detectar. Era algo que menguaba su atractivo, incluso me atrevería a afirmar que afeaba su figura.

Tardé en percatarme de que se trataba de su loción, aquel día debía haberlo olvidado. Desde aquel momento, las imperfecciones llegaron una detrás de otra, como un aluvión que, aun queriendo yo prestar ojos ciegos, continuaba cayendo imperturbable. Un día un pequeño grano, otro las mejillas abultadas de no dormir. Su piel no era tan tersa como yo había imaginado en un principio, ni tan finos sus labios.

El desconcierto llegó a su punto álgido el día que, habiendo quedado con él para tomar algo, se marchó un momento al baño. ¿Al baño? Traté por todos los medios de borrar esa imagen de mi cabeza.

Aquel día nos besamos. Un beso que no supo a nada más que a eso, a beso. Ni me elevé a las nubes ni se detuvo el tiempo. Mi fascinación se había truncado ya no en confusión, sino que rallaba prácticamente en el fastidio, en asco.

Frustración. Media botella de ron y me presenté en su casa. Bajó en bata y pantuflas. No pude resistirlo más. Sentí tanta rabia, tan gran decepción… Una vez más la vida me demostraba su carencia de significado, sus falsas promesas.

Me invitó a subir a su departamento, estando adentro, me empujo contra la pared. Sus jadeos empezaron a hacerse más intensos. Por fin. Por fin llegaba. También se incrementó la fuerza de sus acometidas, destrozándome casi de forma literal. Me pareció increíble cómo la ausencia total de placer dejaba lugar solo al daño de su brutalidad. En un último asalto le hundí la navaja que traía guardada en el abrigo. No sé realmente por qué.

Así ocurrió todo, señor juez.



Lunaoscura

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