Lorena dio vuelta a la cerradura
de su apartamento, sus movimientos eran torpes y pesados; su rostro denotaba
más años de lo que en realidad tenía aquella cincuentona.
Sus manos buscaban el apagador, encendió esa luz fría y blanca procedente de esos focos ahorradores; dejo su bolsa, eran ya casi las diez de la noche; le fastidiaba el horario que le habían asignado en la oficina, donde trabajaba desde hace ya veinte años, cuando se graduó de la universidad.
Se sienta en el sillón, de ese departamento, herencia de sus padres, exageradamente grande para una sola persona. Suspira, su mirada es triste y vacía, aunque ya tenía más de quince años viviendo sola no se acostumbra del todo.
Nunca se casó, los vecinos la tenían como buena persona, amable, cortés y servicial, aunque, uno que otro comentaban que era "rara". Jamás se le conocieron un novio, ni mucho menos amantes.
Después de tomar un hondo
respiro, Lorena recordó que había dejado ropa en la jaula de tendido, sube por
el ascensor y después por la escalera hacia la azotea; se queda un rato parada
ante los lavaderos, musitando algo inteligible para sí misma, toma la ropa y
baja de nuevo. En el corredor, escucha el timbre del teléfono, abre deprisa la
puerta y la cierra de un golpe tras de sí, ve el identificador y casi sonríe, pero
no contesta.
Se acuesta como siempre con su gata, su única compañía, piensa en aquel vacío que se ha convertido su vida, está cansada y hastiada de todo, pero no tiene el valor de suicidarse… Tal vez, el amor la haría cambiar, pero que pendejada sería enamorarse a su edad. Da la vuelta en la cama, se queda profundamente dormida soñando en cambiar, pero esperando no hacerlo.
Lunaoscura
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