viernes, 4 de agosto de 2017

El cuervo

Un manto negro se extendía cubriendo de sombras las calles adoquinadas del pueblo. Un frío extraño recorría los caminos, acompañado de una neblina fina y delicada como un paño de algún tejido vaporoso. Solo la luz mortecina de unas lámparas iluminaba la penetrante oscuridad; las estrellas parecían haber abandonado su morada en el cielo, y la Luna también.

Sus pasos torpes rompían el silencio. Era consciente de que era el único que deambulaba por el lugar, pero eso no le preocupaba demasiado; había oído las historias que contaban los ancianos y su curiosidad le animaba a investigar. Sujetaba su gabán como único abrigo y no cesaba de mirar hacia atrás.

Entonces, apareció ante sus ojos, levantado sobre una colina levemente escarpada, el cementerio con sus pétreas lápidas carcomidas por el tiempo y el abandono, los tiesos cipreses que rozaban el cielo y la misma neblina que envolvía al pueblo, solo que más espesa.

Avanzó con el miedo por bandera y sintió un escalofrío que le recorría la espalda al traspasar la verja metálica, que al abrirse chirrió. Dos columnas flanqueaban la puerta, en ellas se enroscaban hiedras y estaban coronadas por terribles gárgolas. Al entrar, notó que allí el frío era más intenso. Observó a su alrededor. Las tumbas se agolpaban unas sobre otras, las lápidas torcidas y cubiertas de moho, huesos misteriosamente esparcidos por el suelo. Se estremeció, pero continuó adelante.

Un cuervo negro graznó en la rama de un árbol seco y de retorcidas ramas grises. A la distancia, se escuchó un aullido. Ésos eran los únicos sonidos que lo acompañaban.

Sabía que no debía estar allí, no solo porque el lugar era tremendamente terrorífico, sino porque se hallaba en la mansión de los muertos y, según se decía en el pueblo, a éstos no les gustaba que irrumpieran su propiedad.  Se sentía como un transgresor de una norma inviolable, pero estaba dispuesto a desmentir esa superstición idiota. Porque, en el fondo, no era más que una superstición. Era un cementerio corriente, y lo demostraría a todos cuando por la mañana regresara sin un rasguño.

Una estatua se erguía en la cima de la colina y suponía, por tanto, que había llegado al centro exacto del cementerio. Respiró aliviado y observó el poco amable semblante del retratado. Luego, advirtió que, en el pedestal, había una inscripción medio enterrada en la tierra y cubierta por la hierba. Se acercó para leerla, apartando las plantas. Le costó bastante descifrar el mensaje, estaba escrito en latín:  Gratam vestri destination. Cuando lo hizo se sobresaltó de tal modo que se apartó de la estatua y fue a dar con sus huesos en el suelo.

La caída le dolió, pero apenas la sintió porque el terror lo había apresado sin miramientos. “Bienvenido a tu destino”, eso rezaba la inscripción. Su respiración se volvió agitada, hasta el punto de que tomar aire supuso una enorme tarea para él, un sudor gélido, nada relacionado con el sofoco, recorrió su frente.

Se levantó y miró en derredor. Se echó a temblar. La niebla había cobrado vida, no era informe como antes, sino que se habían formado figuras fácilmente visibles, sombras que lo observaban carentes de ojos y de expresión. Se deslizaban lentamente hacia él, mientras retrocedía. Intentó gritar, pero no fue capaz. Preso del más grande de los pánicos, trató de huir, pero no pudo. Una fuerza invisible lo anclaba a la tierra. Sus ojos aterrados paseaban por cada uno de los espantos, buscando en ellos el perdón que no parecía conseguir.

La niebla, los espíritus, lo que fueran, emitían siniestros graznidos, tan agudos que resultaban molestos al oído humano. Cuando las fantasmagóricas apariciones cerraban un círculo en torno a él, éste pudo emitir un grito de espanto. Súbitamente, en su piel se abrieron profundas heridas de las que manaba abundante sangre. Él las miraba horrorizado y alzaba los brazos al aire suplicando clemencia, pero de nada le sirvió.

En medio de tal suplicio, un cántico siniestro lo envolvió antes de no saber nada más: Gratam vestri destination. Nunc etiam esset unus ex nobis. (Bienvenido a tu destino. Ahora eres uno de nosotros)


Lunaoscura

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