martes, 14 de octubre de 2014

Caridad y su devoción

Caridad tenía treinta y cinco años, desde pequeña tuvo una tendencia marcada a la religión, siempre dijo que sería monja. Sus padres nunca alentaron aquella incipiente vocación, pero tampoco se opusieron, dejaron que las cosas siguieran su curso porque Caridad era joven y seguramente cambiaría de opinión varias veces antes de alcanzar la madurez de su vida.


Pasaban los años y ella se aferraba más a esa convicción: no faltaba jamás a los grupos de oración, participaba en misiones comunitarias, viajaba a diferentes puntos del país con gente de la parroquia y era la mano derecha de la hermana superiora de su colegio en lo que a la organización de estas tareas se trataba.

Caridad era bellísima, morena con ojos grandes color noche y una piel suave y tersa. Lo que más llamaba la atención de ella, era que tenía un rostro hermoso, pero muy exótico, una mirada casi diabólica, pero todas esas características se diluían entre rezos, cirios y obras de caridad.

Próxima a cumplir los dieciocho años, les informó a sus padres su decisión de iniciar con cursillos previos al noviciado, seguía así con su vocación religiosa, en un principio estuvieron renuentes pero al ver la convicción de su hija, no tuvieron más remedio que aceptar.

Entró en el noviciado, a los veinte años tomo los hábitos. Conforme pasaban los años, se embellecía más, hasta el hábito le quedaba hermoso. Realmente llamaba la atención su belleza, pero cuando hablaba, cuando se movía, un ángel increíble se dejaba ver desde su interior, un ángel que inundaba a quienes la rodeaban.

Había sido destinada a una misión para convivir con la gente más pobre, al sur de su país. A su regreso, se enteró que su padre estaba gravemente enfermo. Su madre la había llamado, estaba realmente preocupada, fiel a su misión en esta vida, tuvo que hacerle frente a la situación. Bajo esas circunstancias, en la congregación se dieron permiso para asistir a su padre.

El día que llegó a la casa paterna, se encontró con Antonio, un viejo amigo de la infancia. Hablaron largo rato, realmente a los dos, les parecía increíble poder intercambiar dos frases sin pelearse, lo atribuyeron a que ambos habían crecido y habían vivido experiencias que los habían marcado muchísimo.

Antonio reconoció íntimamente que su amiguita de infancia, había crecido muchísimo y que estaba más bella de lo que él mismo podía recordar.

Esa noche, Antonio se quedó a cenar; fue una velada agradable, se relajaron y  platicaron de las cosas que Antonio hacía a la pobre Caridad, de las bromas cuando la veían rezando reclinada sobre su cama y ella recordó la cantidad de veces en las que lo pillo espiándole las piernas.

Esa confesión, llamó la atención de Antonio, quiso que le diera más detalles de aquellas veces. Caridad, por pudor, no quiso contar todo detalladamente, pero se aproximó bastante a ello.

Siguieron en la sobremesa hasta las tres de la mañana, realmente se había creado un clima muy grato, pero se había hecho tarde así que, cuando se levantaron de la mesa, le dijeron a Antonio que se quedara en el cuarto de huéspedes a dormir, era demasiado tarde.

Antonio aceptó, se quedó en el pequeño cuarto, a dos puertas del dormitorio de Caridad. Entrada la madrugada, un recuerdo vago de su adolescencia despertó a Caridad, pero cuando tomó conciencia comprendió que no la había despertado un recuerdo sino la realidad era que estaba viviendo a Antonio parado en la puerta de su habitación.

Le sonrió levemente, le causó gracia la situación, pensó que al día siguiente, en tono de broma, se lo comentaría. Se dio vuelta en la cama y se acomodó para seguir durmiendo, oyó como la puerta se cerraba. Después de eso, dio varias vueltas en la cama para conciliar el sueño pero no pudo.

Lo que años atrás le causaba rechazo, hoy le despertaba una inquietud alarmante. Sentía una tibieza inusual se apoderaba de su cuerpo.

Se quedo quieta en la cama, tratando de pensar en otra cosa, pero a medida que pasaban los minutos, notaba como sus piernas comenzaban a moverse levemente, como las estiraba y las encogía de forma involuntaria, se movía inquieta entre las sábanas.

No era tonta, se daba cuenta de que, muy a su pesar, estaba excitándose… Monja o no, era antes que nada, mujer. Le estaba resultando muy difícil separar las cosas y no excitarse con la situación.

Sus manos estaban comenzando a transpirar, tomaban el borde de las sábanas con furia, como si ese borde impidiera que las mismas fueran hacia otro destino.

Dio vueltas y más vueltas en la cama, pero nada. Perdida, se levantó, abrió la ventana, dejó que el aire helado entrara, pero nada. Se ordenó dormir, no pudo y menos aún cuando comenzó a notar que sus muslos se estaban humedeciendo sin querer.

¡No podía creerlo!

Sentía un leve tironcito proveniente de su entrepierna, se daba cuenta de lo que le estaba pasando, pero debería controlarlo. Ella tenía la obligación de controlarlo, no podía ganarle esa situación, no podía rendirse a la tentación de tocarse y de poblar su mente de ese tipo de fantasías.

Se levantó, fue hasta el espejo, cuando vio su imagen reflejada en él, no pudo creer lo que veía. Su expresión era de lujuria absoluta, sus mejillas estaban encendidas, sus labios rojos, hinchados y húmedos, su mirada era casi desconocida. Eso la agitó más todavía, estaba transformada, como si la persona que estaba del otro lado del espejo no fuera ella.

Caridad, cayó cautivada de esa imagen, sucumbió rendida ante el deseo que veía reflejado en ese rostro, como si no se tratara del suyo.

Volvió a meterse en la cama, sintiendo con cada movimiento cómo se desparramaba entre sus piernas la tremenda excitación que tenía, cómo sus pechos se habían hinchado y rozaban dolorosamente la camisa de dormir, cómo sus manos luchaban por no ir hasta esos lugares y aflojar la tensión que se había acumulado.

De pronto pensó, qué si rozaba levemente esas zonas, calmaría algo de aquel ardor. La monjita se estaba masturbando.

Caridad, jamás se había explorado, aunque sabía perfectamente cómo era su cuerpo. Nunca se había acariciado, ni se le había pasado por la cabeza auto complacerse, no por ello dejar de desconocer tal actividad.

Esta vez sus dedos, llegaron al Monte de Venus, apretó con sus manos pensando que, de esa forma dejaría de latir y se calmaría. Llegó un momento en el que se rindió ante sí misma, ante su propio deseo, se acarició en forma total, sin pensar en nada más que no fuera su propio placer, en la liberación de esa tensión que le estaba quitando el aliento.
Entre caricia y caricia no dejaba de pensar en Antonio, su mente volaba a la cama de él, sin que pudiera apartar semejante pensamiento de su mente, se imaginaba entre las sábanas, bajo sus manos. Así fue como, entre fantasías y caricias, alcanzó el su primer orgasmo, cayendo exhausta, rendida sobre su espalda y durmiéndose al instante.

Al despertar al día siguiente, cerca del mediodía, pensó que lo vivido la noche anterior había sido un sueño, pero cuando comenzó a recordar, se dio cuenta de que no había sido así, es más, tenía una sensación extraña de plenitud, eso le daba la pauta de que los recuerdos nocturnos habían sido verdaderos.

No había nadie en la casa así que dejó una nota y se fue para el convento. A la noche llamó a la casa de Antonio para saber cómo estaba. Antonio le dijo que necesitaba hablar urgentemente con ella, pero Caridad le explicó que no saldría del convento sino hasta dentro de tres días, así que quedaron en que ella iría a su casa para charlar.

Esas noches, en el convento, fueron muy útiles, entendió que lo sucedido en su casa, no había sido más que un momento de lujuria. Se confesó, expió sus culpas y siguió con su labor, olvidando lo que había pasado físicamente, pero no podía olvidar las cosas que había fantaseado. Eso le daba vueltas en la cabeza, ese deseo que la había invadido.

Llegado el día del encuentro con Antonio, prefirió ir bien temprano, así no se quedaría mucho tiempo y podía volver sola al convento. Cuando llegó, nadie respondió a su llamado, así que se quedó sentada en el umbral. Pasaron más de dos horas, hasta que llego Antonio, le ofreció disculpas por la demora y entraron en casa.

Una vez más se hizo tarde, Antonio se ofreció a llevarla en el auto al convento. Para mala suerte de Caridad, el auto no arrancó jamás y pedir un taxi a esa hora sería casi imposible. Así que llamó al convento, avisando que se quedaría a dormir fuera, estaba en casa su amigo de la familia, si la necesitaban la llamaran.

Esta vez se acostó con la mente dispuesta a no dejar que su imaginación la traicionara. Una vez más, la presencia de Antonio en el umbral de su puerta, la despertó pero esta vez, decidió levantarse para pedirle una explicación de su conducta.

Caridad, sintió como se le cortaba la respiración ante la presencia de Antonio, quedó petrificada, muda de sorpresa y deseo. Ese sentimiento la alarmó más que la otra vez, no podía ser que ella estuviera deseando a su amigo de infancia.

Antonio, noto la lujuria en su mirada que la convertía en una mujer deseable, completa. Sin decir una sola palabra, le extendió sus manos, Caridad, como en un estado hipnótico, se acercó a tomarlas, se dirigieron al borde de la cama. Él comenzó a acariciar su cabello que tanto había tirado de chico, notando lo sedoso que era ahora, mientras ella, acariciaba sus hombros por encima de la camisa.

Sin quererlo, estaba haciendo acariciada, encendiendo una llama interna. Antonio, pensaba que era increíble que la monjita estuviera allí, a punto de ser convertida en mujer. Esa imagen lo estimuló terriblemente, lo puso como loco, aumentó el ritmo de las caricias, de manera que Caridad, quedó en menos de dos minutos sin su camisa de dormir, dejando al descubierto su cuerpo escultural que los hábitos escondían permanentemente.

Antonio, quedó pegado a la figura de su amiga, siempre supo que era hermosa, pero jamás imaginó cuanto. Ella, seguía sentada al borde de la cama, como dormida, con los ojos cerrados, inmóvil, rígida. Antonio, no podía ni quería dejar de acariciarla. Ella, abrió los ojos y dejó ver esa mirada cargada de pasión, esa mirada que la alejaba de la religiosa que todos veían a diario, esa mirada que se cruzó con la de él, le dio el pleno consentimiento para que hiciera de ella el objeto de su deseo.

Sentía que se hundía en un pozo de sensaciones placenteras, Antonio recorría con sus manos su espalda y sus brazos, con la punta de su lengua vagaba dentro de sus orejas y mordía levemente sus lóbulos, de tanto en tanto interrumpía la tarea para besarse profundamente, dejando a Caridad en un estado de soledad enorme, deseando que esa boca y esas manos nunca se alejaran de ella.

La única vez que cruzó por su mente la idea del pecado, una fuerza muy superior la desterró inmediatamente, una fuerza que se había apoderado de ella y no pensaba dejarla sola en aquel momento, al contrario, la alentaba a seguir hasta el final.

La sola idea de ser el primer hombre de su amiga, enardecía más y más los deseos de Antonio, lo alentaba a seguir, a darle más y más placer a quien, hasta hace unos años atrás, solo lo consideraba un niño impertinente y latoso.

El vientre de Caridad se estremecía, vibraba. Antonio, se acercó y sin darle respiro, la penetró. Caridad, encontró la salida definitiva del convento, encontrando la entrada segura a la cama de su amigo de infancia.



Lunaoscura

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