miércoles, 18 de marzo de 2015

La señora (I)

En una provincia de la República, vivía una joven de belleza sin igual, fresca, lozana como una rosa matutina, su nombre Lucía con sus escasos veinte años e hija de una familia de clase media que en los pueblos se consideran de alcurnia, era muy asediada.



Sus padres conservadores le enseñaron que todo lo merecía, solo que había un pequeño detalle nunca le enseñaron a luchar por la vida.

Así las cosas, Lucía soñaba con vivir en la abundancia rodeada de servidumbre y un esposo amoroso. Estaba decidida a lograr sus sueños, pero en el pueblo no había quien le proporcionara lo que quería.

Un día en una fiesta que se celebró en su casa, llegó un hombre maduro que según, le contó su madre, era viudo y con caudaloso patrimonio.

Ahí vio la oportunidad para hacer ciertos sus sueños. Si bien el señor, no era apuesto eso se compensaba con su cartera.

Lucía tenía la certeza que por su juventud y hermosura, ese hombre por ella la cabeza perdería.

En la fiesta, Lucía no perdió la oportunidad de seducir a ese hombre, torpe y demasiado obvia su cometido realizó.

Después de unos meses de cortejo, como dictan las buenas costumbres, se llevó a cabo la boda.

Después de la recepción, los recién casados se fueron de luna de miel, nada más ni nada menos que a Acapulco. Ella esperaba como mínimo “las europas” pero en fin, ya habría tiempo para eso.

Como niña pueblerina con la cabeza llena de cuentos de hadas, se imaginó que su primer encuentro sexual sería un ensueño, pues nada, el fulano sin miramiento la desfloró, como si tratara de una rana.

Después de una semana, regresaron a la Ciudad de México, ya asentada en su nueva casa, Lucía se sentía la reina del castillo.

Como señora del lugar, quiso hacer unos cambios al reino. Así que ordeno en primer lugar que de la sala quitaran el retrato de la finada.

Cuando su marido llegó y se percató de la afrenta, le armo un lío, las explicaciones que ella argumentaba ni siquiera eran escuchadas. Don José a grito pelado ordeno que el retrato de su difunta esposa regresara a su lugar.

Cada orden, que la niña daba cuando José se percataba, lo anulaba. Fastidiada de ese maltrato, se armó de valor y enfrento a su marido.

Decidida, se dirigió al despacho y con mano segura abrió la puerta, el susodicho se encontraba entretenido en la computadora.

Se acercó al escritorio, percatándose que su querido estaba en una videoconferencia, no precisamente de negocios, con una mujer prácticamente desnuda.

Escandalizada, le pegó santo grito a su marido que este hasta la inspiración se le bajo. Lo cual fue una afrenta que José no le iba a permitir.

Furioso se levantó, arreglándose la ropa, en un solo movimiento tomó a Lucía por el brazo aventándola sobre un sillón, a grito pelado, le prohibió rotundamente entrar a su despacho sin tocar y mucho menos hacerle escenas por sus esparcimientos, a fin y al cabo él era el dueño.

Lucía postrada en el sillón con las fracciones contraídas y los ojos llorosos, no daba crédito al comportamiento de él. Trato en vano de hablar, los gritos de José no se lo permitían. Él se dirigió a la puerta, la abrió, la echo fuera y la cerró de un portazo.

Los días siguieron en incomodo silencio, ella sabía que hacía horas enteras en su oficina, más estaba advertida que otra afrenta y a la calle la echaría.

Fastidiada una noche a la hora de la cena, le cometo a José que quería irse unos días a la casa de sus padres, la respuesta fue contundente

¡De ninguna manera, si ellos quieren verte que vengan, tú no sales!

A mediados del año, se sintió mal, fue a visitar al médico de la familia y este le mando realizar algunos estudios. El resultado, estaba embarazada.

Ilusionada, espero a José para darle la buena nueva, cuando este escucho dijo.

¡No es posible, ya no estoy para soportar a escuincles!

Durante el embarazo, José nunca salió con Lucía, se veía tan horrible con esa panza.

Los sueños de Lucía, uno a uno se desmoronaban. Nació su hija, Lucía tenía miedo porque era mujer y no varón. El marido de mala gana acepto la situación.

Después de unos meses la bebé fue la adoración de su padre y Lucía engrosó la lista de la servidumbre.

Él decía, como buena señora tenía que saber hacer las labores propias, es que así tuvo que aprender a cocinar y las demás labores propias del hogar.

José salía de paseo frecuentemente con Engracia, así fue llamada la niña en honor de la memoria de la madre de José, mientras Lucía se quedaba en casa.

En las reuniones que a veces se hacían en la casa, Lucía tenía que estar al lado de José y solo cuanto este le decía atendía a los invitados, además tenía prohibido hacer comentarios. Según José que platica podría tener una campesina como ella que lo único que tuvo fue una cara bonita.

En tanto su hija, la trataba de la misma manera que su padre le había enseñado.

Los años siguieron, entre frustración, abandono y amargura, pero ante sus amistades, Lucía era una señora feliz.


Lunaoscura

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