domingo, 14 de septiembre de 2014

“20 segundos hacia abajo”

Subí corriendo las escaleras. La puerta estaba atascada y cuando logré empujar afuera, la lluvia apenas amenazaba. En una mano cargaba mi saco, y mi camisa color vino desfajada y mal abotonada salía del pantalón. Su labial permanecía en mi cuello y las marcas de sus uñas se sentían frescas bajo la tela, además, su sabor permanecía en mi boca y su perfume me rodeaba como una densa niebla. Mientras caminaba hacia la orilla, mi cuerpo temblaba y los músculos del cuello estaban tan tensos que creí que se romperían. Me detuve en el borde, dejé caer el saco detrás de mí y sentí al viento, fuerte y frío, jugar con mi cabello. Una gota cayó sobre mi mejilla, indicando que las medias hermanas no tardaban en caer.


Metí mi mano en el bolsillo del pantalón y saqué la obsidiana que solía cargar desde estudiante. Aunque habían nubes, la tenue luz del sol aún reflejaba un arcoíris en la  superficie de la piedra. La apreté bajo mi puño y contemplé los edificios que tenía en  frente. El ruido de los automóviles apenas llegaba a mis oídos y en su lugar el aire me ensordecía con su furia. Cerré los ojos, respiré lentamente y me senté. Mi rostro se había  enfriado y el temblor de mi cuerpo aumentó. Busqué el último cigarro dentro de mi saco y lo prendí. Verlo consumirse por las corrientes de aire y no por mí, fue un espectáculo por  el cual no me había detenido a ver en mucho tiempo. Ese color rojo que bajaba en espiral y el humo que se desprendía hacia arriba eran sucios, pero libres. No me lo terminé. En realidad apenas y le di un par de fumadas. Miré hacia abajo y los autos pasaban. Las  personas, que apenas alcanzaba a distinguir, andaban presurosas. Por supuesto ninguna  vio cuando me quité los guantes y me descolgué por el borde. Mis pies flotaban a varios metros del suelo y a dos cuerpos de las escaleras de emergencia cuando una vocecilla me dijo que me soltara. Mis manos casi le hicieron caso, pero me contuve. Nuevamente cerré los ojos concentrándome en lo que pudiera sentir. Mis brazos se habían endurecido y mis manos se asían firmemente al concreto. Un sabor salado bajaba por mi garganta y desde mi diafragma una emoción se abría paso violentamente entre mis entrañas. Grité. Grité más fuerte que en los días en que aún vivía con mi madre y que en un día cualquiera, de buenas a primeras, gritaba a todo pulmón en la regadera. Imaginé cómo mi voz escapaba y dejaba de ser mía y por primera vez desde que llegara al tejado alcé la mirada.

Las nubes se habían ennegrecido y formaban una nata que me impedía ver al sol o cualquier otra cosa que no fuera agua. Suspiré un poco más tranquilo y me volví a subir para acostarme sobre el techo. Miré las nubes y estudié sus sombras y luces. Las dibujaba con el dedo y pensé que podría escribir un poema o una canción sobre ello. Pero mi habilidad con las palabras se había perdido y ya no recordaba cómo leer una partitura, así que sonreí con tristeza y me limité a seguir trazando su contorno en el aire. Mientras lo hacía, sonó el celular. Me arrastré hasta el saco y lo saqué. Natascha. Lo miré un  instante y como cualquier adicto, no pude resistirme y contesté mientras me tendía  nuevamente.

¿Dónde estás? Salí de la ducha y no te vi.Me dijo en ruso.

Salí por algo para comer.Le contesté en el mismo idioma.

¿Me traes algo?

¿Qué quieres?

No sé. Un jugo.

Te lo llevo al rato.

No tardes, ya te extraño.

Te veo en un rato.Golpeé el concreto con mis puños dañando la pantalla de mi teléfono por accidente y, fúrico, lo terminé de romper arrojándolo contra la puerta del techo. En ese momento la lluvia ya empezaba a caer y su perfume, al contacto con el agua, regresó. Su voz se clavaba en mi cerebro. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Una década?

No, más.

Yo solía ser un creador, un intérprete, un cuentista. Pero algo cambió. Mis sueños y objetivos, los cumplí cada uno de ellos. Era exitoso, conseguí trabajo en el centro de investigación de Suiza y me permitía viajar continuamente a varios países. La paga, para nada mala, permitió que gozara mi soltería sin percances. Poco a poco me perdí en mi sistema bípedo y dejé de dedicarle tiempo a mis letras y al Steinway que descansaba en la sala de mi departamento. Hoy me encontraba en San Petersburgo debido a un congreso en el que fui ponente y en la noche me había encontrado con Natascha, a quien conocía de congresos anteriores. Una mujer que me estimula, sagaz y además atractiva. Pero como siempre me pasa, hay algo que no termina por llenarme.

Me levanté y contemplé mi pantalón sucio y arrugado. La cara me hirvió. Quise quitármelo, pero me limité a arrancarme la camisa rompiendo los botones. Me quité los zapatos y los calcetines. Me ajusté el cinturón y corrí de orilla a orilla. Sentir las gotas pellizcarme y el viento sobre mi pecho y espalda me daban la sensación de que aún había vida dentro de mí y que me guiaba hacia la libertad. Lo tenía todo, excepto ese algo especial. A esas alturas ya estaba empapado y el cabello caía sobre mi rostro; gotas dulces y saladas caían por mi barbilla. Caí de rodillas y golpeé el suelo hasta abrirme los nudillos. El escozor aliviaba mi desesperación. Miré a mi alrededor y me hice consciente de la isla en la que estaba.

Mi cuerpo temblaba, mi cara ardía, las uñas se enterraban en mis manos y sentía el corazón en mi garganta. El mundo se borró de mi cabeza y caí en un silencio absoluto. Incluso mis pensamientos enmudecieron. Cuando me percaté, mis pies se aferraban al borde y vi las sensaciones dibujarse frente a mí. Dar un paso más era sencillo. La gravedad haría el resto, 9.81 metros sobre segundo a nivel del mar, ahí debería ser insignificantemente menor. Una caída aproximada de veinte segundos. En ese tiempo podría ver nuevamente mi vida. Tal vez entonces recordaría cómo escribir un poema o cómo darle musicalidad a la vida. Volaría tan libre como el humo del cigarro que acababa de encender. Volví a sacar mi obsidiana y la miré. Jugué con ella mientras recordaba mis libretas y partituras guardadas. La lluvia me besaba, el viento me abrazaba y la tierra me sostenía. Entonces su voz rompió el silencio de mi mente: “¿Otra vez?” Dijo. Sonreí al escucharlo y reconocerlo.

¿Por qué siempre apareces en estos momentos? Pensé.

No esperaba que me contestara, y efectivamente, así fue. Mi cuerpo y mente se relajaron, guardé mi piedra y suspiré. Me daría otra oportunidad.

Aleksei Mora

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