Amontonados en el lavadero, uno sobre
otro, los trastes erigían una pirámide muy desarreglada. La pileta no contiene
suficiente agua para lavar y enjuagarlos a todos, por eso la llave está abierta,
una jícara se movía al vaivén del agua, y en un extremo esta un recipiente con
jabón y un estropajo.
A Candelaria, le hubiera gustado que
tan solo por una tarde no lavara tantos trastes, pero prefería que sus hijos
hicieran la tarea, y luego, si les daba tiempo, recogieran su cuarto, jugaran
un rato y durmieran temprano. Su esposo llegaba ya tarde de la fábrica, y, a Candelaria,
el corazón no le permitía pedirle ayuda para lavar los trastes. Tenía que
hacerlo ella, odiaba lavar trastes, pero cuanto más posponía la tarea, más de
ellos aparecían en el lavadero.
El ruido de la casa llegaba hasta el
patio, donde estaba el lavadero, los gritos de los niños, la televisión que
miraba su esposo en la sala, y si prestaba suficiente atención, escuchaba el
sonido del refrigerador.
Candelaria había sido la única mujer
en una familia de varones, por eso su mamá se dio la tarea personal de enseñarle
a ser una buena esposa, ella, según su madre, no necesitaba ir a la escuela, lo
que si era importante conocer era como ser una buena mujer, saber cómo planchar,
lavar, cocinar, y como atender a un hombre.
Sin embargo, ella siempre quiso ser
doctora. Cuando era niña y tenía tiempo para jugar, le gustaba atrapar
saltamontes, arrancarles una pata y luego intentar pegárselas, al final,
después de la fracasada la cirugía, le provocaba tristeza ver que ya no podían
saltar como antes, y decidía, que era su responsabilidad matarlos para que no
sufrieran una pena mayor, esto le dejaba un sentimiento de haber hecho un buen
trabajo, de haber ayudado a alguien.
Con manos expertas, primero separa la
comida en una bolsa, desperdicios para el perro, y las tortillas enlamadas para
las gallinas que tenía en un corral tras la casa.
Acto seguido, pone a remojar las
cazuelas, teniendo cuidando que los vasos de vidrio queden primero para que no
se rompan, enjabonaban los trastes por riguroso orden, primero los vasos, por
gusto lavar todos cubiertos juntos, y después platos y cazuelas. Acumular
varios trastes antes de enjuagarlos.
El agua del lavadero termina, en el
tronco de un limonero. La noche empieza a arropar la totalidad del cielo, la
casa ahora era gobernada por el silencio, ni gritos ni televisión encendida, la
pila de trastes había desaparecido.
Solo había un plato, y un pequeño
vaso, que tenía la seguridad que ya había lavado, se enjuagó las manos para
retirarse el jabón, pero sus manos ya no eran las manos jóvenes y duras de hace
años, quizá, pensó, que estaban muy arrugadas por pasar tanto tiempo metidas en
el agua.
Mientras secaba sus manos, se decía
para sí, “qué rápido pasa el tiempo cuando uno lava los trastes, que rápido crecen
los hijos, que pronto se le muere a una el esposo, los padres, los sueños, que
rápido se va la vida, pero nunca, nunca se terminan los trastes”.
Lunaoscura
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