Caridad tenía treinta y cinco años,
desde pequeña tuvo una tendencia marcada a la religión, siempre dijo que sería
monja. Sus padres nunca alentaron aquella incipiente vocación, pero tampoco se
opusieron, dejaron que las cosas siguieran su curso porque Caridad era joven y
seguramente cambiaría de opinión varias veces antes de alcanzar la madurez de
su vida.
Pasaban los años y ella se
aferraba más a esa convicción: no faltaba jamás a los grupos de oración,
participaba en misiones comunitarias, viajaba a diferentes puntos del país con
gente de la parroquia y era la mano derecha de la hermana superiora de su
colegio en lo que a la organización de estas tareas se trataba.
Caridad era bellísima, morena con
ojos grandes color noche y una piel suave y tersa. Lo que más llamaba la
atención de ella, era que tenía un rostro hermoso, pero muy exótico, una mirada
casi diabólica, pero todas esas características se diluían entre rezos, cirios
y obras de caridad.
Próxima a cumplir los dieciocho
años, les informó a sus padres su decisión de iniciar con cursillos previos al
noviciado, seguía así con su vocación religiosa, en un principio estuvieron renuentes
pero al ver la convicción de su hija, no tuvieron más remedio que aceptar.
Entró en el noviciado, a los
veinte años tomo los hábitos. Conforme pasaban los años, se embellecía más,
hasta el hábito le quedaba hermoso. Realmente llamaba la atención su belleza,
pero cuando hablaba, cuando se movía, un ángel increíble se dejaba ver desde su
interior, un ángel que inundaba a quienes la rodeaban.
Había sido destinada a una misión
para convivir con la gente más pobre, al sur de su país. A su regreso, se
enteró que su padre estaba gravemente enfermo. Su madre la había llamado, estaba
realmente preocupada, fiel a su misión en esta vida, tuvo que hacerle frente a
la situación. Bajo esas circunstancias, en la congregación se dieron permiso
para asistir a su padre.
El día que llegó a la casa
paterna, se encontró con Antonio, un viejo amigo de la infancia. Hablaron largo
rato, realmente a los dos, les parecía increíble poder intercambiar dos frases
sin pelearse, lo atribuyeron a que ambos habían crecido y habían vivido
experiencias que los habían marcado muchísimo.
Antonio reconoció íntimamente que
su amiguita de infancia, había crecido muchísimo y que estaba más bella de lo
que él mismo podía recordar.
Esa noche, Antonio se quedó a
cenar; fue una velada agradable, se relajaron y
platicaron de las cosas que Antonio hacía a la pobre Caridad, de las
bromas cuando la veían rezando reclinada sobre su cama y ella recordó la
cantidad de veces en las que lo pillo espiándole las piernas.
Esa confesión, llamó la atención
de Antonio, quiso que le diera más detalles de aquellas veces. Caridad, por
pudor, no quiso contar todo detalladamente, pero se aproximó bastante a ello.
Siguieron en la sobremesa hasta
las tres de la mañana, realmente se había creado un clima muy grato, pero se
había hecho tarde así que, cuando se levantaron de la mesa, le dijeron a Antonio
que se quedara en el cuarto de huéspedes a dormir, era demasiado tarde.
Antonio aceptó, se quedó en el
pequeño cuarto, a dos puertas del dormitorio de Caridad. Entrada la madrugada,
un recuerdo vago de su adolescencia despertó a Caridad, pero cuando tomó
conciencia comprendió que no la había despertado un recuerdo sino la realidad era
que estaba viviendo a Antonio parado en la puerta de su habitación.
Le sonrió levemente, le causó
gracia la situación, pensó que al día siguiente, en tono de broma, se lo
comentaría. Se dio vuelta en la cama y se acomodó para seguir durmiendo, oyó
como la puerta se cerraba. Después de eso, dio varias vueltas en la cama para
conciliar el sueño pero no pudo.
Lo que años atrás le causaba
rechazo, hoy le despertaba una inquietud alarmante. Sentía una tibieza inusual
se apoderaba de su cuerpo.
Se quedo quieta en la cama,
tratando de pensar en otra cosa, pero a medida que pasaban los minutos, notaba
como sus piernas comenzaban a moverse levemente, como las estiraba y las
encogía de forma involuntaria, se movía inquieta entre las sábanas.
No era tonta, se daba cuenta de
que, muy a su pesar, estaba excitándose… Monja o no, era antes que nada, mujer.
Le estaba resultando muy difícil separar las cosas y no excitarse con la
situación.
Sus manos estaban comenzando a
transpirar, tomaban el borde de las sábanas con furia, como si ese borde
impidiera que las mismas fueran hacia otro destino.
Dio vueltas y más vueltas en la
cama, pero nada. Perdida, se levantó, abrió la ventana, dejó que el aire helado
entrara, pero nada. Se ordenó dormir, no pudo y menos aún cuando comenzó a
notar que sus muslos se estaban humedeciendo sin querer.
¡No podía creerlo!
Sentía un leve tironcito
proveniente de su entrepierna, se daba cuenta de lo que le estaba pasando, pero
debería controlarlo. Ella tenía la obligación de controlarlo, no podía ganarle
esa situación, no podía rendirse a la tentación de tocarse y de poblar su mente
de ese tipo de fantasías.
Se levantó, fue hasta el espejo, cuando
vio su imagen reflejada en él, no pudo creer lo que veía. Su expresión era de
lujuria absoluta, sus mejillas estaban encendidas, sus labios rojos, hinchados
y húmedos, su mirada era casi desconocida. Eso la agitó más todavía, estaba
transformada, como si la persona que estaba del otro lado del espejo no fuera
ella.
Caridad, cayó cautivada de esa
imagen, sucumbió rendida ante el deseo que veía reflejado en ese rostro, como
si no se tratara del suyo.
Volvió a meterse en la cama,
sintiendo con cada movimiento cómo se desparramaba entre sus piernas la
tremenda excitación que tenía, cómo sus pechos se habían hinchado y rozaban
dolorosamente la camisa de dormir, cómo sus manos luchaban por no ir hasta esos
lugares y aflojar la tensión que se había acumulado.
De pronto pensó, qué si rozaba
levemente esas zonas, calmaría algo de aquel ardor. La monjita se estaba
masturbando.
Caridad, jamás se había
explorado, aunque sabía perfectamente cómo era su cuerpo. Nunca se había
acariciado, ni se le había pasado por la cabeza auto complacerse, no por ello
dejar de desconocer tal actividad.
Esta vez sus dedos, llegaron al
Monte de Venus, apretó con sus manos pensando que, de esa forma dejaría de
latir y se calmaría. Llegó un momento en el que se rindió ante sí misma, ante
su propio deseo, se acarició en forma total, sin pensar en nada más que no
fuera su propio placer, en la liberación de esa tensión que le estaba quitando
el aliento.
Entre caricia y caricia no dejaba
de pensar en Antonio, su mente volaba a la cama de él, sin que pudiera apartar
semejante pensamiento de su mente, se imaginaba entre las sábanas, bajo sus
manos. Así fue como, entre fantasías y caricias, alcanzó el su primer orgasmo,
cayendo exhausta, rendida sobre su espalda y durmiéndose al instante.
Al despertar al día siguiente,
cerca del mediodía, pensó que lo vivido la noche anterior había sido un sueño,
pero cuando comenzó a recordar, se dio cuenta de que no había sido así, es más,
tenía una sensación extraña de plenitud, eso le daba la pauta de que los
recuerdos nocturnos habían sido verdaderos.
No había nadie en la casa así que
dejó una nota y se fue para el convento. A la noche llamó a la casa de Antonio
para saber cómo estaba. Antonio le dijo que necesitaba hablar urgentemente con
ella, pero Caridad le explicó que no saldría del convento sino hasta dentro de
tres días, así que quedaron en que ella iría a su casa para charlar.
Esas noches, en el convento,
fueron muy útiles, entendió que lo sucedido en su casa, no había sido más que
un momento de lujuria. Se confesó, expió sus culpas y siguió con su labor,
olvidando lo que había pasado físicamente, pero no podía olvidar las cosas que
había fantaseado. Eso le daba vueltas en la cabeza, ese deseo que la había
invadido.
Llegado el día del encuentro con Antonio,
prefirió ir bien temprano, así no se quedaría mucho tiempo y podía volver sola
al convento. Cuando llegó, nadie respondió a su llamado, así que se quedó
sentada en el umbral. Pasaron más de dos horas, hasta que llego Antonio, le ofreció
disculpas por la demora y entraron en casa.
Una vez más se hizo tarde, Antonio
se ofreció a llevarla en el auto al convento. Para mala suerte de Caridad, el
auto no arrancó jamás y pedir un taxi a esa hora sería casi imposible. Así que
llamó al convento, avisando que se quedaría a dormir fuera, estaba en casa su
amigo de la familia, si la necesitaban la llamaran.
Esta vez se acostó con la mente
dispuesta a no dejar que su imaginación la traicionara. Una vez más, la
presencia de Antonio en el umbral de su puerta, la despertó pero esta vez,
decidió levantarse para pedirle una explicación de su conducta.
Caridad, sintió como se le
cortaba la respiración ante la presencia de Antonio, quedó petrificada, muda de
sorpresa y deseo. Ese sentimiento la alarmó más que la otra vez, no podía ser
que ella estuviera deseando a su amigo de infancia.
Antonio, noto la lujuria en su
mirada que la convertía en una mujer deseable, completa. Sin decir una sola
palabra, le extendió sus manos, Caridad, como en un estado hipnótico, se acercó
a tomarlas, se dirigieron al borde de la cama. Él comenzó a acariciar su
cabello que tanto había tirado de chico, notando lo sedoso que era ahora,
mientras ella, acariciaba sus hombros por encima de la camisa.
Sin quererlo, estaba haciendo
acariciada, encendiendo una llama interna. Antonio, pensaba que era increíble
que la monjita estuviera allí, a punto de ser convertida en mujer. Esa imagen
lo estimuló terriblemente, lo puso como loco, aumentó el ritmo de las caricias,
de manera que Caridad, quedó en menos de dos minutos sin su camisa de dormir, dejando
al descubierto su cuerpo escultural que los hábitos escondían permanentemente.
Antonio, quedó pegado a la figura
de su amiga, siempre supo que era hermosa, pero jamás imaginó cuanto. Ella, seguía
sentada al borde de la cama, como dormida, con los ojos cerrados, inmóvil, rígida.
Antonio, no podía ni quería dejar de acariciarla. Ella, abrió los ojos y dejó ver
esa mirada cargada de pasión, esa mirada que la alejaba de la religiosa que
todos veían a diario, esa mirada que se cruzó con la de él, le dio el pleno
consentimiento para que hiciera de ella el objeto de su deseo.
Sentía que se hundía en un pozo
de sensaciones placenteras, Antonio recorría con sus manos su espalda y sus
brazos, con la punta de su lengua vagaba dentro de sus orejas y mordía
levemente sus lóbulos, de tanto en tanto interrumpía la tarea para besarse
profundamente, dejando a Caridad en un estado de soledad enorme, deseando que
esa boca y esas manos nunca se alejaran de ella.
La única vez que cruzó por su
mente la idea del pecado, una fuerza muy superior la desterró inmediatamente,
una fuerza que se había apoderado de ella y no pensaba dejarla sola en aquel
momento, al contrario, la alentaba a seguir hasta el final.
La sola idea de ser el primer
hombre de su amiga, enardecía más y más los deseos de Antonio, lo alentaba a
seguir, a darle más y más placer a quien, hasta hace unos años atrás, solo lo consideraba
un niño impertinente y latoso.
El vientre de Caridad se
estremecía, vibraba. Antonio, se acercó y sin darle respiro, la penetró.
Caridad, encontró la salida definitiva del convento, encontrando la entrada
segura a la cama de su amigo de infancia.
Lunaoscura
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