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sábado, 7 de abril de 2018

Los espíritus


La casa se encuentra en penumbras, las cortinas permanecen cerradas día y noche, una mujer vieja y senil arrastra los pies por los pasillos polvorientos. Hace tanto que se encuentra sola que el tiempo se olvidó de ella.

A veces la casa se llena de un silencio aterrador. El silencio no es normal. No es natural. Luisa, tiene claro que todo empezó treinta años atrás, cuando ella y su marido se mudaron a esa casa. Alrededor de un mes después de que se mudaron, encontraron delante de la puerta a un perrito que lloriqueaba y rascaba débilmente la puerta. No era de raza, pero era increíblemente lindo. Pusieron anuncios en los alrededores, pero nadie lo reclamo. Así que se lo quedaron. Su marido le construyó una casita y lo dejaron en el patio trasero.

Una noche, le despertaron unos susurros. Era su marido, estaba sentado, con los ojos cerrados, pero susurrando. Nunca había pasado hasta ese entonces. Al ver que no daba ninguna señal de que la oyera después de llamarle dos veces por su nombre, lo empujo despacio sobre la almohada.

Se levantó y encendido la luz para ir al baño, pero antes de llegar se llevó uno de los mayores sustos de su vida. En la puerta, sentado, estaba Mechas, su querido perro. Le miraba fijamente sin menear la cola y sin hacer nada típicamente canino. Una sensación de agua helada le recorrió la espalda y la hizo chillar como nunca lo había hecho.

Su marido se despertó e intento tranquilizarla para entender lo que le pasaba. Mechas, había desaparecido de repente. Luisa mascullaba “Mechas le he visto ahí, mirándome, pero no como un perro. Si no como un humano casi. Pero tampoco humano si no… otra cosa… no lo sé…”, pero su marido no le creía.

Ambos bajaron y se dirigieron al patio trasero. Mechas, salió de su casa desperezándose meneando despacio la cola.

Algunos días todo fue normal. Luego, una mañana, antes de la salida del sol, Alberto se despertó chillando. No le quiso decir porqué. Tuvieron que pasar unas mañanas horribles para que le contara. Empezaba a parecerse a un enfermo en fase terminal.

-       Me visita cada noche. - Le comento con un semblante desencajado. me dijo.

-       ¿Quién? -Le preguntaba Luisa aterrorizada.

-       ¡El perro!

-       ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

-       Cada noche tengo el mismo sueño. Estamos aquí, durmiendo. De repente la tranquilidad de la noche es reemplazada por un silencio pesado. Yo duermo, pero también nos observó. Luego se oyen las escaleras crujiendo y un gruñido que parece venir de la garganta de un tigre u otro animal salvaje. La puerta del dormitorio se abre sola y entra despacio un perro inmenso, casi tan grande como la puerta. Los tablones crujen bajo sus patas. Camina hacia la cama y se para a tu lado. Tiene los ojos oscuros pero rojos al mismo tiempo, de su hocico entreabierto se le caen babas que parecen quemar el suelo allá donde caen. Los vapores que salen de su hocico son gases tóxicos. Luego me mira a mí, y mi yo que está de pie mirando la escena. La bestia se va al otro lado de la cama hacia el yo durmiente. Entonces abre sus fauces y me agarra la cabeza. Entonces grito y me despierto, pero una parte de mí siempre se queda en el sueño. Me siento morir poco a poco.

Esa misma noche Alberto sufrió un derrame cerebral. Luisa empezó a temerle al perro, cada vez que le llevaba comida o agua, este se quedaba sentado y la miraba fijamente con los ojos bien abierto y sin menear la cola. Asustada decidió atarlo.

Con la muerte de esposo, su embarazo y los escasos recursos con los que contaba, la situación económica se puso difícil, por lo que decidió mudarse a la parte de debajo de la casa. Ahí empezaron a oírse ruidos en el piso superior. Primero fue una puerta golpeada muy fuerte, pero como ella siempre dejaba las ventanas abiertas lo atribuyo al aire. Días después, se repitió a medianoche. Asustada llamó a su hermano y a la policía. No encontraron a nadie en la casa.

Su hermano se quedó por unos días sin que se hubiera presentado nada fuera de lo normal, pero cuando este se fue las cosas fueron de mal en peor.

Mechas, le gruñía cada vez que la veía, y se dio cuenta de que nunca lo había visto saltar de alegría o jugar como los demás perros, tampoco había ladrado. Cuando le gruñía, no abría el hocico no se le veían los dientes, parecía que el sonido salía de lo más profundo de su garganta.

Al final, Mechas ya no comía ni bebía agua y Luisa ya no salía al patio.

Los ruidos que venían de la parte de arriba se empezaron a oír día y noche. Se oían pasos corriendo, muebles empujados, puertas abriéndose y cerrándose, agua corriendo en la ducha y susurros.

Luisa intentó vender la casa, pero nadie llamó nunca. Tiempo después, Alberto empezó a visitarla cada noche en sus sueños. Él le explicó que todos los ruidos que oía eran hechos por fantasmas a los que él había llamado y que la iban a proteger. Cuando le preguntaba de qué la iban a proteger, él desaparecía.

Un día, Luisa le preguntó sobre el mas allá.

-       Es húmedo y frío. - le dijo.

-       ¿Qué quieres decir?

-       Recuerdas el antiguo departamento. ¿Recuerdas que había tanta humedad ahí que teníamos toallas puestas en las ventanas para que el agua que se deslizaba por ellas? Siempre teníamos frío, hasta en verano, y recuerdas que mirar por la ventana se parecía mucho al mirar por el parabrisas de un coche durante una fuerte lluvia y las noches aparecían más oscuras de lo que realmente eran. Aquí se está igual. Es una sensación de frío continuo, humedad y oscuridad.

-       ¡No puede ser! ¿Qué hay del cielo y esas cosas? - Masculló decepcionada.

Luego, de repente, Alberto dejó de visitarla.

Un día, Luisa se encontró delante de la puerta un gato maullando. Le cerró la puerta y no le prestó la más mínima atención. Al pasar los días empezaron a venir más gatos. Estaban ahí, en el patio delantero, todo el día, sin irse a ningún lado. En cuanto a Mechas, cambio de color. Primero las orejas se le volvieron negras y luego el pelaje se le volvió como gris y los ojos se le oscurecieron.

Una noche, paso aquello que hizo que Luisa viviera como vivía hasta ahora. Alberto, apareció en sus sueños, junto con todos los fantasmas y le dijo que el perro quería a su hijo. El can que había matado a su marido ahora quería poseer a su hijo.

-       Quiere volver a nacer, - le dijo su marido-  quiere vivir entre los vivos, pero eso no se puede hacer. Los seres o mueren para siempre o existen como espíritus. Uno no puede vivir eternamente en el mundo real. Si no consigue entrar esta noche en nuestro hijo no lo podrá volver a hacer.

-       ¿No hay otra manera? ¿No le podemos matar? - Le pregunto horrorizada.

-       A él no, al niño sí. - Le dijo Alberto sin ser capaz de mirarla.

-       ¿Qué? ¡NO! - grito Luisa.

-       Si él no lo puede tener lo matara y si lo consigue lo va a transformar en un ser despreciable.

En ese momento, se abrió la puerta de la habitación, se oyeron pasos y un gruñido infernal.

-       ¡Nos tienes que dejar ayudarte! ¡No lo podrás vencerlo sola! ¡Déjanos entrar para salvar al niño!

-       Si no puedes matar a ese demonio, mata al niño Alberto. - dijo Luisa con una calma que a ella misma asustó.

-       El ánima de Alberto la miro por un momento aterrado, pero asintió débilmente- Esta bien.

Todos los espíritus parecieron transformase en una especie de niebla que invadió el cuerpo de Luisa, haciéndola sentir como si hubiera estado por muchas horas en medio de una lluvia torrencial.

El perro entró en el dormitorio se parecía un poco a Mechas. Solo que era veinte veces más grande que un perro normal. Tenía unas patas inmensas que parecían tener cuchillos en vez de garras.

Se acercó a Luisa y abrió el hocico para agarrarla de la cabeza. Ella cerró los ojos, pero algo le hizo que los abriera, levantó sus manos que agarraron las mandíbulas de la criatura en un esfuerzo por romperlas. Este la arrojó con fuerza hacia el armario y sopló los gases que le salían de la garganta. Entonces notó que el frío y la humedad que sentía en su cuerpo desaparecían. Solo bastó con eso para vencerla.

Intento llegar al pasillo, pero allí se encuentran los gatos que, en la realidad, están delante de la casa. Estos también habían cambiado su tamaño, pero no alcanzan la inmensidad del sabueso.

Luisa, se refugió en una de las esquinas de la habitación para ver como el can derrotaba a cada uno de los gatos que intentaban ahuyentarle. Desesperada, invoco a su marido para que cumpliera su promesa. Y todo a su alrededor se oscureció.

Dos policías que hacían su ronda por la colonia encontraron la puerta de la entrada abierta, por lo que decidieron inspeccionar, encontraron a Luisa inconsciente en el suelo del dormitorio. No había ningún perro en el patio trasero.

Cuando despertado estaba en el hospital. Tuvieron que sacar al niño porque, dijeron los médicos, se había ahogado con el cordón umbilical.

Alberto, su marido no ha vuelto a aparecer en sus sueños. Ahora solo sueña con la casa vacía y húmeda. Los fantasmas siguen ahí, igual que los gatos. No molesta a los espíritus ni ellos a ella tampoco.

Pero, cuando hay ese silencio, Luisa se paraliza. No sabe si respira o no, su corazón parece parar sus latidos y sus oídos están invadidos por un fuerte zumbido. La piel se le pone fría, es como si por un momento dejara de vivir, pero lo peor es que, en esos momentos, se da cuenta de que, para ella, ya no hay nada. Y se pregunta cuándo morirá, cuándo dejará de existir.

Lunaoscura

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