La casa se encuentra en penumbras, las
cortinas permanecen cerradas día y noche, una mujer vieja y senil arrastra los
pies por los pasillos polvorientos. Hace tanto que se encuentra sola que el
tiempo se olvidó de ella.
A veces la casa se llena de un
silencio aterrador. El silencio no es normal. No es natural. Luisa, tiene claro
que todo empezó treinta años atrás, cuando ella y su marido se mudaron a esa
casa. Alrededor de un mes después de que se mudaron, encontraron delante de la
puerta a un perrito que lloriqueaba y rascaba débilmente la puerta. No era de
raza, pero era increíblemente lindo. Pusieron anuncios en los alrededores, pero
nadie lo reclamo. Así que se lo quedaron. Su marido le construyó una casita y
lo dejaron en el patio trasero.
Una noche, le despertaron unos
susurros. Era su marido, estaba sentado, con los ojos cerrados, pero
susurrando. Nunca había pasado hasta ese entonces. Al ver que no daba ninguna
señal de que la oyera después de llamarle dos veces por su nombre, lo empujo
despacio sobre la almohada.
Se levantó y encendido la luz para ir
al baño, pero antes de llegar se llevó uno de los mayores sustos de su vida. En
la puerta, sentado, estaba Mechas, su querido perro. Le miraba fijamente sin
menear la cola y sin hacer nada típicamente canino. Una sensación de agua
helada le recorrió la espalda y la hizo chillar como nunca lo había hecho.
Su marido se despertó e intento
tranquilizarla para entender lo que le pasaba. Mechas, había desaparecido de
repente. Luisa mascullaba “Mechas le he visto ahí, mirándome, pero no como un
perro. Si no como un humano casi. Pero tampoco humano si no… otra cosa… no lo sé…”,
pero su marido no le creía.
Ambos bajaron y se dirigieron al patio
trasero. Mechas, salió de su casa desperezándose meneando despacio la cola.
Algunos días todo fue normal. Luego,
una mañana, antes de la salida del sol, Alberto se despertó chillando. No le
quiso decir porqué. Tuvieron que pasar unas mañanas horribles para que le
contara. Empezaba a parecerse a un enfermo en fase terminal.
-
Me visita cada noche. - Le comento con
un semblante desencajado. me dijo.
-
¿Quién? -Le preguntaba Luisa aterrorizada.
-
¡El perro!
-
¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
-
Cada noche tengo el mismo sueño.
Estamos aquí, durmiendo. De repente la tranquilidad de la noche es reemplazada
por un silencio pesado. Yo duermo, pero también nos observó. Luego se oyen las
escaleras crujiendo y un gruñido que parece venir de la garganta de un tigre u
otro animal salvaje. La puerta del dormitorio se abre sola y entra despacio un perro
inmenso, casi tan grande como la puerta. Los tablones crujen bajo sus patas. Camina
hacia la cama y se para a tu lado. Tiene los ojos oscuros pero rojos al mismo
tiempo, de su hocico entreabierto se le caen babas que parecen quemar el suelo
allá donde caen. Los vapores que salen de su hocico son gases tóxicos. Luego me
mira a mí, y mi yo que está de pie mirando la escena. La bestia se va al otro
lado de la cama hacia el yo durmiente. Entonces abre sus fauces y me agarra la
cabeza. Entonces grito y me despierto, pero una parte de mí siempre se queda en
el sueño. Me siento morir poco a poco.
Esa misma noche Alberto sufrió un
derrame cerebral. Luisa empezó a temerle al perro, cada vez que le llevaba
comida o agua, este se quedaba sentado y la miraba fijamente con los ojos bien
abierto y sin menear la cola. Asustada decidió atarlo.
Con la muerte de esposo, su embarazo y
los escasos recursos con los que contaba, la situación económica se puso difícil,
por lo que decidió mudarse a la parte de debajo de la casa. Ahí empezaron a oírse
ruidos en el piso superior. Primero fue una puerta golpeada muy fuerte, pero
como ella siempre dejaba las ventanas abiertas lo atribuyo al aire. Días después,
se repitió a medianoche. Asustada llamó a su hermano y a la policía. No
encontraron a nadie en la casa.
Su hermano se quedó por unos días sin
que se hubiera presentado nada fuera de lo normal, pero cuando este se fue las
cosas fueron de mal en peor.
Mechas, le gruñía cada vez que la veía,
y se dio cuenta de que nunca lo había visto saltar de alegría o jugar como los
demás perros, tampoco había ladrado. Cuando le gruñía, no abría el hocico no se
le veían los dientes, parecía que el sonido salía de lo más profundo de su
garganta.
Al final, Mechas ya no comía ni bebía
agua y Luisa ya no salía al patio.
Los ruidos que venían de la parte de
arriba se empezaron a oír día y noche. Se oían pasos corriendo, muebles
empujados, puertas abriéndose y cerrándose, agua corriendo en la ducha y
susurros.
Luisa intentó vender la casa, pero nadie
llamó nunca. Tiempo después, Alberto empezó a visitarla cada noche en sus
sueños. Él le explicó que todos los ruidos que oía eran hechos por fantasmas a
los que él había llamado y que la iban a proteger. Cuando le preguntaba de qué
la iban a proteger, él desaparecía.
Un día, Luisa le preguntó sobre el mas
allá.
-
Es húmedo y frío. - le dijo.
-
¿Qué quieres decir?
-
Recuerdas el antiguo departamento. ¿Recuerdas
que había tanta humedad ahí que teníamos toallas puestas en las ventanas para
que el agua que se deslizaba por ellas? Siempre teníamos frío, hasta en verano,
y recuerdas que mirar por la ventana se parecía mucho al mirar por el
parabrisas de un coche durante una fuerte lluvia y las noches aparecían más oscuras
de lo que realmente eran. Aquí se está igual. Es una sensación de frío
continuo, humedad y oscuridad.
-
¡No puede ser! ¿Qué hay del cielo y
esas cosas? - Masculló decepcionada.
Luego, de repente, Alberto dejó de visitarla.
Un día, Luisa se encontró delante de
la puerta un gato maullando. Le cerró la puerta y no le prestó la más mínima
atención. Al pasar los días empezaron a venir más gatos. Estaban ahí, en el
patio delantero, todo el día, sin irse a ningún lado. En cuanto a Mechas, cambio
de color. Primero las orejas se le volvieron negras y luego el pelaje se le
volvió como gris y los ojos se le oscurecieron.
Una noche, paso aquello que hizo que
Luisa viviera como vivía hasta ahora. Alberto, apareció en sus sueños, junto
con todos los fantasmas y le dijo que el perro quería a su hijo. El can que
había matado a su marido ahora quería poseer a su hijo.
-
Quiere volver a nacer, - le dijo su
marido- quiere vivir entre los vivos,
pero eso no se puede hacer. Los seres o mueren para siempre o existen como
espíritus. Uno no puede vivir eternamente en el mundo real. Si no consigue
entrar esta noche en nuestro hijo no lo podrá volver a hacer.
-
¿No hay otra manera? ¿No le podemos
matar? - Le pregunto horrorizada.
-
A él no, al niño sí. - Le dijo Alberto
sin ser capaz de mirarla.
-
¿Qué? ¡NO! - grito Luisa.
-
Si él no lo puede tener lo matara y si
lo consigue lo va a transformar en un ser despreciable.
En ese momento, se abrió la puerta de
la habitación, se oyeron pasos y un gruñido infernal.
-
¡Nos tienes que dejar ayudarte! ¡No lo
podrás vencerlo sola! ¡Déjanos entrar para salvar al niño!
-
Si no puedes matar a ese demonio, mata
al niño Alberto. - dijo Luisa con una calma que a ella misma asustó.
-
El ánima de Alberto la miro por un
momento aterrado, pero asintió débilmente- Esta bien.
Todos los espíritus parecieron
transformase en una especie de niebla que invadió el cuerpo de Luisa, haciéndola
sentir como si hubiera estado por muchas horas en medio de una lluvia
torrencial.
El perro entró en el dormitorio se
parecía un poco a Mechas. Solo que era veinte veces más grande que un perro
normal. Tenía unas patas inmensas que parecían tener cuchillos en vez de
garras.
Se acercó a Luisa y abrió el hocico para
agarrarla de la cabeza. Ella cerró los ojos, pero algo le hizo que los abriera,
levantó sus manos que agarraron las mandíbulas de la criatura en un esfuerzo
por romperlas. Este la arrojó con fuerza hacia el armario y sopló los gases que
le salían de la garganta. Entonces notó que el frío y la humedad que sentía en
su cuerpo desaparecían. Solo bastó con eso para vencerla.
Intento llegar al pasillo, pero allí se
encuentran los gatos que, en la realidad, están delante de la casa. Estos
también habían cambiado su tamaño, pero no alcanzan la inmensidad del sabueso.
Luisa, se refugió en una de las
esquinas de la habitación para ver como el can derrotaba a cada uno de los
gatos que intentaban ahuyentarle. Desesperada, invoco a su marido para que
cumpliera su promesa. Y todo a su alrededor se oscureció.
Dos policías que hacían su ronda por
la colonia encontraron la puerta de la entrada abierta, por lo que decidieron
inspeccionar, encontraron a Luisa inconsciente en el suelo del dormitorio. No
había ningún perro en el patio trasero.
Cuando despertado estaba en el
hospital. Tuvieron que sacar al niño porque, dijeron los médicos, se había ahogado
con el cordón umbilical.
Alberto, su marido no ha vuelto a
aparecer en sus sueños. Ahora solo sueña con la casa vacía y húmeda. Los
fantasmas siguen ahí, igual que los gatos. No molesta a los espíritus ni ellos
a ella tampoco.
Pero, cuando hay ese silencio, Luisa
se paraliza. No sabe si respira o no, su corazón parece parar sus latidos y sus
oídos están invadidos por un fuerte zumbido. La piel se le pone fría, es como
si por un momento dejara de vivir, pero lo peor es que, en esos momentos, se da
cuenta de que, para ella, ya no hay nada. Y se pregunta cuándo morirá, cuándo
dejará de existir.
Lunaoscura
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