Me he dado cuenta de que, para
conocerme, tengo que mirar hacia fuera. Mirar a mis hermanas, a las otras, a
las mujeres, al fin y al cabo, todas, de un modo u otro, tenemos la misma historia
que contar.
No importa si se trata de
emprendedoras y exitosas, de obreras afanosas, de jóvenes o viejas o de bellas
o feas. Todas compartimos ilusiones, triunfos y penas, todas, buscamos ser
parte de algo, trascender más allá de nosotras… siempre detrás de la felicidad.
Algunas, extravían el camino, otras
permanecen estáticas ante el devenir, unas más, se aventuran entre tropiezos y
caídas. Pero todas, en pie de lucha diaria para encontrar un lugar en la vida
que, nos haga sentir que valió la pena este existir.
No hay diferencia esencial, entre unas
y las otras, lo mismo siente, sufre y vive la profesional que la humilde
campesina.
Todas sujetas al vaivén lunar, todas,
tenemos un ciclón vital y todas nos marchitamos terminado el mismo.
¿Quién, soy para juzgar?
Si aviento la piedra, me puedo
descalabrar.
Por eso creo que, antes de calificar
de buena o mala a una mujer, tengo que verme en el espejo. En mí yacen la
inocente y angelical doncella, la enérgica, sensual y decidida mujer plena,
pero también, latente esta, la sabía, desenfadada y cansada anciana.
El reconocerme en las otras, es saber
que todas somos una.
Lunaoscura
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