Viejo y vencido por los años, Ernesto
se acuesta en su camastro de la casa familiar donde, ya hace años que nadie
habita. Intenta dormir pero, algunas veces, pasada la medianoche o rondando la
madrugada, se despierta sobresaltado e inquieto, y ya sin sueño, sale al
exterior de la casa, se sienta en la banca que hay en pórtico, mira las
estrellas que parpadean a lo lejos, y los recuerdos vienen a su mente.
En la lobreguez de la noche, le
parece ver el rostro de ese muchacho, sonriente y valiente para ser solo un
chiquillo, y demasiado joven para fumarse un cigarrillo, aunque fuese el
último.
Era delgado y frágil, el único
superviviente de una balacera que tuvieron los narcos y la milicia que, se
encontraron de improviso, en un cruce de caminos. Como resultado de ese
enfrentamiento, quedaron en el suelo siete cadáveres y un herido.
El muchacho sangraba de una
pierna y del costado. Tumbado en el suelo y a pesar de sus heridas, en su
rostro no había miedo, ni siquiera resignación, su mirada era más bien de
curiosidad. Observaba a los militares como si los entendiese, como si este
fuese un juego en el que a él le había tocado perder.
Cuando su mirada se cruzó con la Ernesto , sonriente y con
voz cansada, le dijo ¡Dame un cigarrillo, paisano! Este, se lo dio, pero cuando
se lo iba a encender, se acercó el capitán que, enfurecido, y de una patada
hizo volar el cigarrillo por el aire, su voz sonó rabiosa cuando gritó.
-
¿Para esto nos jugamos la vida? ¿Para que te
hagas amigo del enemigo?
Ernesto, el cabo, musitó en voz
baja
-
Se está muriendo, mi capitán.
-
El jefe de la patrulla contestó- ¡Entonces, será
mejor que se muera de una vez, carajo!
Desenfundó su pistola y gritó
mirando a todos.
- ¡Esto es una guerra, señores,
aquí nos matan o los matamos! ¡Aquí nadie está jugando!
De dos pasos, se plantó frente al
soldado y le entregó la pistola.
-
¡Dispárale y remátalo, así aprenderás quien es
tu enemigo!
El novato, tenía los ojos
abiertos como platos. El capitán volvió a hablar, pero esta vez lo hizo
despacio y muy convencido.
-
¡Dispárale o te disparo yo a ti, por traidor, recuerda
que tienes compañeros muertos por gente como este maldito!
Ernesto, cogió el arma, había un
silencio tenso, hasta los pájaros se habían callado y la espera era dolorosa.
El muchacho, lo animó, ¡anda, dispara y acaba con esta estupidez, paisano!
Apuntó al pecho del chiquillo herido,
y antes de que apretase el gatillo, el muchacho dijo, como si hablase para sí
mismo, ¡fúmate un cigarrillo a mi nombre de vez en cuando, por el cigarrillo
que me debes, amigo!
En ese instante el arma disparó,
una, dos, tres veces, el jovencito dobló la cabeza en silencio.
Desde entonces, Ernesto no puede
dormirse sin despertar a medianoche, sintiendo la necesidad de salir fuera de su
casa y ponerse a mirar las estrellas, mientras las observa parpadear, sin
pensarlo, enciende un cigarrillo.
Mientras fuma y observa el cielo,
ve o cree ver, al muchacho que desde hace más de treinta años lo saca de la
cama para fumar juntos un cigarrillo a medianoche.
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