Siempre fuimos pobres, señor, y
siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea
por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y
que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo.
Cruzaba yo la Plaza
de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles
empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. “Quién sabe qué estarán haciendo
mis muchachos”, me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para
Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es
debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a
golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes señor, y
Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se
desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la
lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo
empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en
medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro,
bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos
chiquitos.
“¡Ándale, Camila, un anillo
dorado!” y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que
pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna
piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi mano y no me pareció que
extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el
camino a mi casa me iba yo diciendo: “Se lo daré a Severina, mi hijita mayor”.
Somos tan pobres, que nunca hemos
tenido ninguna alhaja y mi lujo, señor, antes de que nos desposeyeran de las tierras,
para hacer el mentado tiro al pichón en donde nosotros sembrábamos, fue
comprarme unas chanclitas de charol con trabilla, para ir al entierro de mi
niño. Usted debe de acordarse, señor, de aquel día en que los pistoleros de
Legorreta lo mataron a causa de las tierras. Ya entonces éramos pobres, pero
desde ese día sin mis tierras y sin mi hijo mayor, hemos quedado verdaderamente
en la desdicha. Por eso cualquier gustito nos da tantísimo gusto. Me encontré a
mis muchachos sentados alrededor del corral.
—
¡Anden, hijos! ¿Cómo pasaron el día?
—Aguardando su vuelta —me
contestaron. Y vi que en todo el día no habían probado bocado.
—Enciendan la lumbre, vamos a
cenar.
Los muchachos encendieron la
lumbre y yo saqué el cilantro y el queso.
— ¡Qué gustosos andaríamos con un
pedacito de oro! —dije yo preparando la sorpresa—. ¡Qué suerte la de la mujer
que puede decir que sí o que no, moviendo sus pendientes de oro!
—Sí, qué suerte… —dijeron mis
muchachitos.
—
¡Qué suerte la de la joven que puede señalar con
su dedo para lucir un anillo! —dije.
Mis muchachos se echaron a reír y
yo saqué el anillo y lo puse en el dedo de mi hija Severina. Y allí paró todo,
señor, hasta que Adrián llegó al pueblo, para caracolear sus ojos delante de
las muchachas. Adrián no trabajaba más que dos o tres veces a la semana
reparando las cercas de piedra. Los más de los días los pasaba en la puerta de
“El Capricho” mirando cómo comprábamos la sal y las botellas de refrescos. Un
día detuvo a mi hijita Aurelia.
— ¿Oye, niña, de qué está hecha
tu hermanita Severina?
—Yo no sé… —le contestó la
inocente.
—Oye, niña, ¿y para quién está
hecha tu hermanita Severina?
—Yo no sé… —le contestó la
inocente.
—Oye, niña, ¿y esa mano en la que
lleva el anillo a quién se la regaló?
—Yo no sé… —le contestó la
inocente.
—Mira, niña, dile a tu hermanita
Severina que cuando compre la sal me deje que se la pague y que me deje mirar
sus ojos.
—Sí, joven —le contestó la
inocente. Y llegó a platicarle a su hermana lo que le había dicho Adrián.
La tarde del siete de mayo estaba
terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija
Severina y a mí.
—Anda, hija, ve a comprar unos
refrescos.
Mi hija se fue y yo me quedé
esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a
mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre señor, es irse
quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién
nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando
mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el
asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus
reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando
viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros
los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta
injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se
queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos
pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo.
“¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada!
Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi
difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años
colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me
fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con
las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada
o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota
por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el
pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto
son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo,
cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi
hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como
ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos
se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no
iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a “El
Capricho”. “¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?” Miré el cielo y vi cómo las
estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que
me miraban tristes desde un pilar.
—Aquí tiene su refresco —me dijo
con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha.
Me alcanzó la botella de refresco
y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo
llevaba.
— ¿Dónde está tu anillo, hija?
—Acuéstese, mamá.
Se tendió en su camita con los
ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no
volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos,
Severina ya empezaba a secarse.
— ¿Quién le hizo el mal?
—preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días.
Pasó el tiempo y Severina seguía
secándose. Sólo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a
la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en
Aldana 17.
—Doctor, mi hija se está secando…
El doctor se vino conmigo al
pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas. Camila sacó unos papeles arrugados.
— ¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó
la mano a Severina? —-me preguntó Aurelia.
—No, hija, ¿quién?
—Adrián, para quitarle el anillo.
¡Ah, el ingrato! y en mis
adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces,
una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián.
—Pasa, Camila.
Entré con precauciones: mirando
para todos lados para ver si lo veía.
—Mira, Leonor, yo no sé quién es
tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo
que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal.
— ¿Qué anillo?
—El anillo que yo le regalé a
Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en “El Capricho” y desde
entonces ella está desconocida.
—No vengas a ofender, Camila,
Adrián no es hijo de bruja.
—Leonor, dile que me devuelva el
anillo por el bien de él y de toda su familia.
— ¡Yo no puedo decirle nada! Ni
me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo.
Me fui de allí y toda la noche
velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa
noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. ¡Ay, Jesús bendito,
no permitas que mi hija muera endemoniada! Y me puse a rezar una Magnífica. Mi
comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: “Vamos por Fulgencia, para que le
saque el mal del pecho”. Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus
hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la
niña, cubierta con una sábana.
—Después de que cante el primer
gallo, le habré sacado el mal —dijo.
Y así fue, señor, de repente
Severina se sentó en la cama y gritó:
“¡Ayúdeme mamacita!”. Y echó por la boca
un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de
su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces
cantó el primer gallo.
—Mira —me dijo Fulgencia—, ahora
que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las
crías.
Apenas amaneció, me fui a las
cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con
un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos
en los bolsillos.
—Mira, Adrián desconocido, no
sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus padres y sin embargo te hemos
recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas dañando a las jóvenes. Yo soy la
madre de Severina y te pido que me devuelvas el anillo con que le haces el mal.
— ¿Qué anillo? —me dijo ladeando
la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto.
—El que le quitaste a mi hijita
en “El Capricho”.
—-¿Quién lo dijo? —y se ladeó el
sombrero.
—Lo dijo Aurelia.
— ¿Acaso lo ha dicho la propia
Severina?
— ¡Cómo lo ha de decir si está
dañada!
— ¡Hum!… Pues cuántas cosas se
dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan bonitas mañanas!
—Entonces ¿no me lo vas a dar?
— ¿Y quién dijo que lo tengo?
—Yo te voy a hacer el mal a ti y
a toda tu familia —le prometí.
Lo dejé en las cercas y me volví
a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el corral, al rayo del sol.
Pasaron los días y la niña se empezó a mejorar. Yo andaba trabajando en el
campo y Fulgencia venía para cuidarla.
— ¿Ya te dieron el anillo?
—No.
—Las crías están creciendo.
Seis veces fui a ver al ingrato
Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis veces se recargó contra
las cercas y me lo negó gustoso.
—Mamá, dice Adrián que aunque
quisiera no podría devolver el anillo, porque lo machacó con una piedra y lo
tiró a una barranca. Fue una noche que andaba borracho y no se acuerda de cuál
barranca fue.
—Dile que me diga cuál barranca
es para ir a buscarlo.
—No se acuerda… —me repitió mi
hija Aurelia y se me quedó mirando con la primera tristeza de su vida. Me salí
de mi casa y me fui a buscar a Adrián.
—Mira, desconocido, acuérdate de
la barranca en la que tiraste el anillo.
— ¿Qué barranca?
—En la que tiraste el anillo.
— ¿Qué anillo?
— ¿No te quieres acordar?
—De lo único que me quiero
acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi prima Inés.
— ¿La hija de tu tía Leonor?
—Sí, con esa joven.
—Es muy nueva la noticia.
—Tan nueva de esta mañana…
—Antes me vas a dar el anillo de
mi hija Severina. Los tres meses ya se están cumpliendo.
Adrián se me quedó mirando, como
si me mirara de muy lejos, se recargó en la cerca y adelantó un pie.
—Eso sí que no se va a poder…
Y allí se quedó, mirando al
suelo. Cuando llegué a mi casa Severina se había tendido en su camita. Aurelia
me dijo que no podía caminar. Mandé traer a Fulgencia. Al llegar nos contó que
la boda de Inés y de Adrián era para un domingo y que ya habían invitado a las
familias. Luego miró a Severina con mucha tristeza.
—Tu hija no tiene cura. Tres
veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías. No cuentes más con ella.
Mi hija empezó a hablar el idioma
desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias
noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño.
¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan malísima? Fulgencia le
sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su corazón. Apenas le quedó
un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande para que el tercer
animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta y yo oí que
repicaban campanas.
— ¿Qué es ese ruido, mamá?
—Campanas, hija…
—Se está casando Adrián —le dijo
Aurelia.
Y yo señor, me acordé del ingrato
y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita moría.
—Ahora vengo —dije.
Y me fui cruzando el pueblo y
llegué a casa de Leonor.
—Pasa, Camila.
Había mucha gente y muchas
cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré mirando por todas partes, para
ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los ojos serios. También
estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos los Cadena,
bien risueños.
—Adrián, Severina ya no es de
este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para retoñar. Dime en qué
barranca tiraste el anillo que la está matando.
Adrián se sobresaltó y luego le
vi el rencor en los ojos.
—Yo no conozco barrancas. Las
plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y las muchachas por estar
hechas para alguien y quedarse sin nadie…
Todos oímos el silbar de sus
palabras enojadas.
—Severina se está secando, porque
fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por eso le has hecho el maleficio.
¡Hechicero de mujeres!
—Doña Camila, no es usted la que
sabe para quién está hecha su hijita Severina.
Se echó para atrás y me miró con
los ojos encendidos. No parecía el novio de este domingo: no le quedó la menor
huella de gozo, ni el recuerdo de la risa.
—El mal está hecho. Ya es tarde
para el remedio.
Así dijo el desconocido de
Ometepec y se fue haciendo para atrás, mirándome con más enojo. Yo me fui hacia
él, como si me llevaran sus ojos. “¿Se va a desaparecer?, me fui diciendo,
mientras caminaba hacia delante y él avanzaba para atrás, cada vez más enojado.
Así salimos hasta la calle, porque él me seguía llevando, con las llamas de sus
ojos. “Va a mi casa a matar a Severina”, le leí el pensamiento, señor, porque
para allá se encaminaba, de espaldas, buscando el camino con sus talones. Le vi
su camisa blanca, llameante, y luego, cuando torció la esquina de mi casa, se
la vi bien roja.
No sé cómo, señor, alcancé a
darle en el corazón, antes de que acabara con mi hijita Severina…
Camila guardó silencio. El hombre
de la comisaría la miró aburrido. La joven que tomaba las declaraciones en
taquigrafía detuvo el lápiz. Sentados en unas sillas de hule, los deudos y la
viuda de Adrián Cadena bajaron la cabeza. Inés tenía sangre en el pecho y los
ojos secos.
Gabino movió la cabeza apoyando
las palabras de su mujer.
—Firme aquí, señora, y despídase
de su marido porque la vamos a encerrar.
—-Yo no sé firmar.
Los deudos de Adrián Cadena se
volvieron a la puerta por la que acababa de aparecer Severina. Venía pálida y
con las trenzas deshechas.
— ¿Por qué lo mató, mamá?… Yo le
rogué que no se casara con su prima Inés. Ahora el día que yo muera, me voy a
topar con su enojo por haberlo separado de ella…
Severina se tapó la cara con las
manos y Camila no pudo decir nada.
La sorpresa la dejó muda mucho
tiempo.
— ¡Mamá, me dejó usted el camino
solo!…
Severina miró a los presentes.
Sus ojos cayeron sobre Inés, ésta se llevó la mano al pecho y sobre su vestido
de linón rosa, acarició la sangre seca de Adrián Cadena.
—Mucho lloró la noche en que
Fulgencia te sacó a su niño. Después, de sentimiento quiso casarse conmigo. Era
huérfano y yo era su prima. Era muy desconocido en sus amores y en sus maneras…
—dijo Inés bajando los ojos, mientras su mano acariciaba la sangre de Adrián
Cadena.
Al rato le entregaron la camisa
rosa de su joven marido. Cosido en el lugar del corazón había una alianza, como
una serpientita de oro y en ella grabadas las palabras: “Adrián y Severina
gloriosos”.
Elena Garro
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