Sentía la iridiscencia del amor en
cada uno de sus poros, aquella anhelada fusión pletórica. Esa simbiosis
nocturna que le invitaba… Se despertó con el frío mordiéndole los pies y una
áspera almohada como placebo a su soledad.
Lavó su rostro para quitar los últimos
trozos de sueño. Salió, después de un escueto desayuno de leche con penas,
empujada por la irrefrenable fuerza de la rutina.
Llovía de tal manera que parecía que los
colores se habían desteñido en aquella mañana gris, llevándoselos por las alcantarillas.
Era una mañana con la gama de grises que cabe esperar de una película vieja.
El repicar del agua en el asfalto, se
le antojó como el eco del silencio en su cerebro, pero amplificado millón de
veces. Caminaba ensimismada, esquivando paraguas por puro instinto, pensando en
que quizás era demasiado idealista.
Sí, idealista por no querer jugar a
las relaciones de hoy en día, cuya duración se basa en la cantidad de espumarajos
que pongan las parejas a las ventosas de las flechas de juguete de un cupido
materialista con pañales de vinilo y alas de silicona.
La ironía tensó sus músculos en una mueca
de sonrisa. Dichas relaciones se caen por su propio peso, como las flechas de
ventosa, cuando se seca la saliva, lo cual suele ocurrir con relativa
facilidad. Ella, anhelaba algo más que una narcótica falacia de cruel
despertar.
Había sufrido demasiadas decepciones,
mucho miedo y desconfianza. Estaba harta de sueños de oropel y príncipes de
cartón.
Al doblar una esquina, tropezó con un
hombre moreno, alto y delgado, empapado hasta los huesos por la lluvia. Sus
miradas se cruzaron… Sus ojos se vieron… Pero sus corazones-coraza ni si quiera
se miraron.
Todo continuó con la fría indiferencia
con la que actúan los actores en una vieja película que nadie está viendo.
Lunaoscura
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