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sábado, 4 de marzo de 2017

Abismo

Le vi por primera vez dónde solo se ve a los muertos, en un sueño. En medio de una vereda únicamente iluminada por una esplendorosa luna llena, llevaba una túnica negra, no me permitía ver su rostro, sus manos eran suaves, pues me agarraba con fuerza para subir una pendiente abrupta, en medio de una niebla espesa, que no hacía presagiar nada bueno.

A pesar de sus esfuerzos, de sus palabras de aliento, mi respiración era cada vez más agitada, mi corazón latía en la cabeza con un ritmo frenético y mis músculos se iban tensando tanto que dolían como miles de agujas ensartadas en las sienes. Cuando mi mano se soltó de las suyas y empecé a caer, desperté con la sensación de seguir cayendo al vacío.

La rutina y los numerosos pequeños contratiempos diarios consiguieron que, al cabo de unas semanas, eliminara ese extraño sueño. Aquella noche volvía a casa rumiando un problema de la oficina, cuando choqué con un hombre que salió de la nada. Sus manos le protegieron del golpe con mi cuerpo y, como un fogonazo, el sueño volvió de nuevo a mis retinas.

-       ¿Se ha hecho daño?
-       ¡No! disculpe, no le había visto -contesté aturdida al reconocer la voz de mi sueño.

Era de constitución atlética, bien parecido con una mirada profunda, serena, pero oscura. Me quedé mirándole perpleja; él creyó que me había asustado e intentó tranquilizarme con una abierta sonrisa que mostraba una hilera dientes blanquísimos y perfectamente ordenados.

-       Estas cosas pasan, y nadie tiene la culpa. -comentó mirándome a los ojos.
-       Perdone, estaba pensando en mis cosas. - balbuceé torpemente y sin mucha convicción.

Seguí mi camino mientras sentía su mirada en mi espalda, fija, burlona, triunfante. Esa sensación de no saber qué ha pasado ni por qué, me produjo un malestar, que intenté calmar cuando llegué a casa metiéndome debajo de la ducha y dejando que el agua calmara unas heridas inexistentes.

No le podía contar a nadie que había conocido a un hombre que ya había visto antes en un sueño, creerían que me había vuelto loca. Decidí que había asociado una sensación de un sueño con un hecho real sin que ambos tuvieran relación alguna.

Pero no es tan fácil hacer desaparecer una sensación, más cuando el causante de la misma decide irrumpir a cada rato en tu ordenada vida. Y es que a partir de aquel día me topaba casualmente con él.

Una de las veces de las que coincidimos, en un lugar con tan poco encanto como es la parada de autobús, me invitó a tomar un café en un local cercano, acepté sin pensar demasiado en mis motivaciones para consentir el acercamiento con una persona que me producía tanta zozobra. Su charla era amena, me envolvió con su frescura y la madurez de sus reflexiones, por lo que le invité a comer a casa a la semana siguiente.

Durante los días previos a la cita estuve nerviosa; mi vida aburrida y sin sobresaltos, sin príncipes azules ni historias de amor duraderas, había empezado a girar en torno a un hombre al que había conocido en un sueño, ¡era de locos!

A pesar de todos los sensatos consejos que me daba a mí misma, no podía dejar de pensar en él. No es más que una comida, no te atrae como hombre, solo es un agradable conversador con el que te encuentras a gusto, no le des más vueltas; me repetía una y otra vez.

El día de la cita preparé con esmero mi casa y mi cuerpo, solo porque me apetece verme bien a mí misma -me engañaba cuando me estaba pintando los ojos-. Cuando sonó el timbre de la puerta, me miré de reojo en el espejo de la entrada antes de abrir, el brillo de mis ojos me asustó tanto que estuve a punto de sentarme a esperar que se marchara pensando que no había nadie en casa, pero la necesidad de verle de nuevo fue mayor y finalmente le dejé entrar en casa.

Él trajo como regalo una botella de vino. Sus ojos burlones recorrieron mi cuerpo cuando sus manos acariciaron mi mejilla sin decir nada. Solo su sonrisa y la música de fondo me importaban en ese instante, e intenté atraparlo cerrando los ojos y respirando profundamente.

Todo fue bien al principio, cierto coqueteo controlado por ambas partes, pero de repente él empezó a ir muy deprisa y yo a asustarme cada vez más.

-       ¡Creo que es hora de que te vayas! -Le dije con cierta rudeza.
-       ¡No! -me respondió sonriente- por fin he encontrado el camino a casa.

Le expliqué que no creía en una historia compartida con él. Me miró gravemente.

-       ¡Eres una cobarde!, tienes miedo de dejarte llevar por lo que sientes.
-       ¡No es cobardía!, es prudencia - Le contesté.

Sin que tuviera tiempo para reaccionar me besó y sentí como el suelo se abría ante mis pies, como el aire dejaba de llegar a mis pulmones, como sus manos eran terciopelo sobre mi piel, y me dejé caer al abismo.

El Informador
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Lunaoscura

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