Como todas las tardes me dirigí a la casa de mi viejo maestro de lógica, por el rumbo de la Condesa. Un anciano con todos los años encima, de cabellera blanca, voz de trueno y la necedad del cigarro.
Como siempre, me
esperaba en su estudio, lleno de libros y papeles, hombre de ideas y hábito de
lectura. Pero ese día, había algo diferente en su mirada, no había esa chispa
de alegría e inteligencia, era triste y apagada como su una nube obstruyera la
luz. No sé porque razón, al observarle, el corazón se me estrujo y una ola de
angustia me invadió.
Me adentre al
recinto, tratando de parecer normal, pero mi maestro Gil Villegas, se dio cuenta
de mi turbación.
-
¡Niña, qué te pasa! -fueron sus
palabras.
Las lágrimas se
desbordaron de mis ojos, no había una razón aparente, mi querido amigo, me
expendio la mano y me acerco a él. Estaba desconsolada, en mi corazón sentía
una opresión que ahogaba mis palabras e ideas. Él, jalo una silla a su lado, me
senté, temblando, una tristeza me envolvía sin piedad.
-
¡Tranquila, no pasa nada! - Esas
palabras no me tranquilizaban, al contrario, me sentía impotente, desesperada.
-
No sé qué me pasa, perdón maestro,
pero al verlo sentí … no sé.
-
Estaba bien, ya paso. Hoy hablaremos de los
días.
-
¿De los días? No entiendo. Sin más, así
empezó su monologo.
-
Hay días en que somos tan profundamente
tristes como el llanto del pinar. Hay días que somos tan míseros como las
noches sórdidas sin un amanecer. Otros tan blandengues como un enamorado
famélico de amor. Y otros tantos que somos tan gélidos como el frio de un amor
que ya no puede ser. Pero hay más también, hasta que llega un día en que
levamos anclas para nunca más volver. En día en que discurren vientos
inexorables, un día en que ya nada nos puede detener.
Una vez que concluyó,
se creó un silencio profundo, no obstante, ese día fue en el que más cerca estuvieron
nuestras almas.
Tambaleante, me
despedí, le di un abrazo fuerte, fuerte y un beso en su arrugada mejilla. Él me
miró con ternura, me dio unas palmadas en la espalda y un beso de despedida.
-
¡Hasta la próxima vez mi niña! -fueron
sus palabras acompañadas de una sonrisa- No pude gesticular nada, solamente con
la mano le dije adiós.
Los días siguientes,
por cuestiones de trabajo y escuela no pude ir a ver a mi querido maestro, pero
lo veían en el puesto de periódicos, donde cada tarde iba a comprar su periódico
y sus cigarros. Me limitaba gritándole por la ventanilla del autobús y él me
saludaba con la mano.
Casi un mes después
de nuestra platica, pude ir a su casa. La ventana de su estudio estaba cerrada,
parecía como si nadie estuviera. Toque el timbre y después de unos minutos la
puerta se abrió. En el lumbral estaba Casilda, su ama de llaves, así le decía
él. Al verme, su rostro se ensombreció y un par de lágrimas rodaron por sus
mejillas.
-
¿Qué pasa… el maestro está bien? - fue
lo único que atine a decir.
-
El maestro falleció el pasado sábado.
-Esas palabras retumbaron en mi cabeza, todo me dio vueltas, el piso se india
debajo de mis pies.
-
Se siente bien, pase le preparo un tecito.
- Casilda, me tomo del brazo y me condujo al interior de la casa.
Mientras la mujer, se
iba a preparar el té, me senté en un sillón de la sala. Atónita, aturdida en
principio para después, sentir una culpa que me aplastaba.
-
¡Si ya lo sabía… qué diablos!
La mujer apareció con
una taza sobre un platito de porcelana. Lo acerco, ofreciéndomelo, en su mirada
había compasión y tristeza.
Me dijo que todo había
sido tan repentino, la noche anterior, se había retirado a dormir como siempre
y a la mañana, cuando ella se levantó observó que el maestro no estaba en el
jardín. Extrañada, fue a su recamara, toco sin obtener respuesta por lo que abrió
la puerta, él estaba acostado, al parecer seguía durmiendo. Le pregunto si se
sentía bien, pero no respondió por lo que se acercó para darse cuenta que el
maestro había muerto. Procedió a hablarles a sus hijos y ellos decidieron,
después de los tramites del caso, incinerarlo.
Me levante en
silencio, ya nada tenía que hacer en el lugar, me dirigí a la puerta, cuando
Casilda, me pido que la esperara. Desapareció por unos momentos, cuando regreso,
en las manos traía un marco de madera. Me lo entregó, era una fotografía de mi
maestro y yo en su estudio. Ambos estábamos con esplendidas sonrisas.
Le di las gracias y
me despedí de ella, de esa vieja casona.
-
¡Hasta la próxima vez maestro!
Lunaoscura
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