Esa
noche, la luna llena inundó el firmamento con una claridad que deslumbraba el propio
reflejo del invierno e hizo palidecer a todas aquellas trivialidades que
ocupaban espacio en el tiempo.
La
noche se disponía a velar el sueño de los habitantes de la ciudad, exhaustos del
continuo reencuentro con la realidad. El humo de mi cigarro se entrelazaba con
las notas de aquel blues, de una manera perfecta, tan delicada que temía que la
suave brisa quisiese jugar con la efímera fragilidad de lo abstracto.
Me
levantó del sillón y cerró la ventana. Observó el reflejo de la luna en el adoquín
del patio, que brillaba debido a la fuerte tormenta que horas atrás inundaba el
ambiente. Había sido una sucesión de luz y sonido, ecos lejanos de las furiosas
tempestades que los dioses tenían a bien regalarnos en un alarde de
superioridad sobrehumana. Los violentos rayos que agrietaban el oscuro cielo,
plagado de nubes, eran una premonición del estruendo que había de terminar de
romper la bóveda celeste.
Dejó
que el sonido inconfundible de esa melodía, inunde cada espacio de la
habitación, mientras aquellas notas, me envolvían en una atmósfera de calidez
en la que, poco a poco, muy lentamente, fui cayendo.
En
mi ser comienzan a surgir emociones y sensaciones, en una simbiosis perfecta,
mientras el humo vuelve a bailar con el silencio. Poco a poco la música se fue
diluyendo y solo queda un océano de lágrimas frías, plasmadas en hojas de papel
muerto, entelequias de una mente turbada por la luz de la luna llena.
Lunaoscura
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