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sábado, 6 de agosto de 2016

El pianista

Detrás de las luces del alumbrado público parpadeaba una tiniebla brumosa y arriba un vasto cielo abierto. Dana, acodada sobre el antepecho de los balaustres de piedra blanca, no pensaban en nada.

Entonces oyó música. Sonaba a sus espaldas, como si viniese desde el interior del departamento. Pero ella no había puesto ningún disco. Era Beethoven's Silence de Ernesto Cortázar. Quedo estupefacta. Finalmente, y tratando de darle un sentido lógico al asunto, decidió que se trataba de una radio, pero ¿quién había encendido una radio a esas horas dentro del edificio?

No, no era una radio. Entró en el departamento, se dirigió hacia el vestíbulo. En todos los pisos hay una galería cubierta que va desde el vestíbulo hasta la cocina y las habitaciones de servicio. Cubierta por una mampara de vidrio, que da a un pozo de aire por el que trepan los ruidos del día y el silencio y la oscuridad de la noche. 

Dana, subió a una silla y se asomó por encima de la mampara. En el pozo de aire, a la altura del sexto piso, había solo una niebla de luz amarilla. 

Volvió a departamento y se sentó en un sillón de la sala. El sonido del piano parecía flotar en el aire, surgir de las paredes, del piso, del cielorraso, al modo de esa música llamada ambiental que suele haber en algunas oficinas o en la sala de espera de algunos consultorios médicos y que brota no se sabe de dónde.

Dana se levantó, caminando en puntitas fue a apagar todas las lámparas, solo dejó encendido un pequeño hongo de cristales de colores, y volvió al sillón.

El concierto duro, una media hora. Escuchaba en silencio, sin moverse, respirando lenta y acompasadamente como si durmieran. Poco a poco descubrió que el piano no es un instrumento musical, es una voz casi humana, y que nada más con su música cuenta alguna historia. Aquella primera noche supo que, “cuando el otoño entrega sus colores naturales en las hojas muertas de la vida, a sabiendas de que se aproxima el invierno, se prepara la despedida con la dulzura de la vida misma. La vida pasa como el viento y arrebata las pavesas que son las ilusiones y los sueños no cumplidos, dejando su huella en el pelo canuto como la blancura de la nieve, pero repleto hasta el tope de sabiduría sostenible pura y diáfana”

La sobresaltó un portazo y enseguida el brusco sacudón que da el ascensor cuando está en la planta baja y lo llaman desde alguno de los pisos superiores. Oyó que el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, que de nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Y por fin escucho un segundo portazo, lejos, en la puerta de calle.

Corrió a asomarse al balcón, pero el balcón sobresalía un metro. Por mucho que sacara medio cuerpo afuera, no alcanzaría a ver ni el cordón de la vereda. Ningún automóvil, ningún taxi se detuvo ni nadie cruzó la avenida, así que era evidente que la persona que acababa de salir del edificio se había ido caminando ¿Sería la misma que un rato antes tocaba el piano? 

Dana fue a espiar, el pozo de aire estaba totalmente a oscuras. ¿Sí, sería la misma? Permaneció en el balcón, llegó la medianoche, pero Dana no tenía intenciones de irse a dormir, una idea la asaltó de golpe: el hombre había tocado el piano para ella, la música había sido un mensaje en clave, el mensaje tal vez intentaba decir "llegué, aquí estoy", y luego de enviarle el mensaje se había ido… ¿Volvería? 

A la mañana siguiente, solicito a Bruno, el portero del edificio que averiguara quién alquilaba el departamento del sexto piso, dejó que ese hombre chismoso y grosero, viniese a informarle.

El hombre, le informo que el nuevo inquilino era un muchacho joven. Se había instalado en el sexto piso la tarde anterior, una mudanza rápida y sencilla, pocos muebles, pero canastos y más canastos y perchas con ropa de todos los colores, incluidos varios esmóquines. Al parecer vivía solo. El hombrecillo siguió diciendo:

- No sé para qué quiere un departamento tan grande. Acuérdense de lo que le digo, ese muchacho nos traerá problemas

- ¿Qué clase de problemas? -interrogó Dana en un tono altanero.

- Bruno, no pareció sentirse intimidado- Ya se imaginará cuáles. Tengo buen ojo para catalogar a la gente. Ese tipo, es un hombre de la noche. Lindo, pálido, con el pelo engominado y una ropa que no es para ir a trabajar.

- Por lo visto, aquí le alquilan a cualquier gentuza.

- Seguro -dijo Bruno- que de noche recibe mujeres y amigotes, y arman escándalo. Total, quién va a protestar. Usted es la única. 

- Si hace algún escándalo se lo diré al administrador - contestó Dana. Puede retirarse, Bruno.

Cuando por fin se liberó de ese hombre tan insoportable, Dana notó una ligera excitación. ¿Estaba aterrada o qué? Esa misma tarde, mandó llamar al cerrajero para que colocara un segundo pasador en la puerta de entrada. 

Ningún escándalo. De día era imposible distinguir, entre tanto ruido, los ruidos que quizá proviniesen del sexto piso. De noche las luces estaban encendidas, pero tampoco se oía ningún ruido, ninguna conversación. Y, a eso de las diez, el piano. Esa melodía, siempre melodía. Alrededor de las once el muchacho se iba. ¿Adónde? ¿A tocar en algún club? Era lo más probable. 

Seguro, es músico de alguna orquesta, se decía Dana. Lo que no comprendía es que se hubiera ido a vivir allí, por lo general esa gente vive en los suburbios.

Así todas las noches, unos minutos antes de las diez, Dana se sentaba en su sillón, simulando leer.

Cuando se escuchaban las primeras sílabas, porque eran sílabas, moduladas por el piano, Dana murmuraba en un tono que quería ser irónico o despreciativo: 

- Vaya, ahí va otra vez, el Artur Schnabel del arrabal. 

Pero olvidaba dar vuelta las páginas del libro y, al rato, cerraba los ojos, dejaba reposar el libro sobre las rodillas. 

Con el correr de las noches llegó a la conclusión de que la música era un pedido de socorro. El muchacho les decía: "estoy solo, estoy triste", y después hacía silencio porque esperaba alguna respuesta, y después, en vista de que la respuesta no le llegaba, se iba a vagar por esas calles. Volvería en la madrugada, o con el sol, cuando el edificio ya había despertado, y por eso ella, aunque se mantuviese desvelada hasta el fin de la noche, no lo oía regresar. 

Un día, apareció Bruno con una gran sonrisa. 

- ¿Cómo se porta el galán del sexto piso? 

- Dana fingió buen humor- ¿Por qué lo llama galán? 

- Bruno, sin dejar de sonreír, entrecerró sus ojillos, como hacen los miopes para ver mejor.

- ¿Nunca lo vio?

- ¡Nunca, por supuesto!

- ¿No molesta, de noche?

- ¡En absoluto! Si no fuese por usted, creería que el sexto piso está desocupado.

- Y yo que creía que era un fiestero.

- ¿Un qué?

- No, nada. Porque tiene una figura que madre mía. Propiamente un galán de cine.

- ¿Nunca lo vería, ni siquiera desde lejos, desde el balcón?

- ¡Jamás! -visiblemente molesta por la actitud insidiosa del hombre Dana se alejó.

Esa noche, en la oscuridad de su dormitorio Dana, curiosa pensaba que, tendría que conocerlo… ¿Conocerlo? ¿Y cómo? ¿Ir y tocar el timbre de su departamento? ¿Se rebajaría hasta ese punto?... Debe de haber una forma de encontrarme con él y que parezca causalidad… Ahora no se me ocurre nada. 

Después de unos minutos, Dana rezongó ¡Que tome él la iniciativa, para eso es hombre!... 

Cualquier noche salgo y hago mucho ruido en el ascensor para que me oiga o ceno en el restaurante de al lado, a las diez y media vuelvo, me quedo en la planta baja, junto a la puerta de calle. Cuando él salga del ascensor, forcejeó con la llave en la cerradura, como si en ese preciso momento hubiera llegado. Nos cruzaremos, es inevitable que nos saludamos y antes de que se vaya, podría decirle que soy su vecina del séptimo piso… ¿Seré capaz con mi carácter?... No sé, creo que no.

A la noche siguiente, a las nueve y treinta apago las luces de su departamento y salió. Espero por el lado de adentro de la puerta de calle, hasta las once, fue un verdadero martirio. Dana, estaba cada vez más nerviosa, suspiraba y cada tanto hacía un ademán como de querer arrepentirse. 

Consultaba cada tanto su reloj de pulsera. "Las once y cuarto", susurró, quería subir al departamento, mascullaba que era una vergüenza lo que estaba haciendo, allí agazapada.

A la medianoche, Dana se dirigió hacia el ascensor. Cuando el ascensor atravesaba el rellano del sexto piso, escucho el piano, sonaba muy próximo, muy nítido, como si el muchacho estuviese tocándolo detrás de la puerta de su departamento. Debe de haber sido eso lo que más encolerizó a Dana.

Mientras se desvestía a los manotazos, Dana perdió su aire altivo y adoptó una voz ronca y un poco grosera. ¡Estarás satisfecha, me imagino, con tu bendito plan! No sé cómo, pero lo supo. Supo que lo esperaba abajo, como una mujerzuela. Y no salió. Justo esta noche no salió, claro, solo para humillarme. Todo este tiempo estuvo dándome serenata con el solo fin de tomarme el pelo, de reírse de mí. ¡Ah, pero de mí no se ríe nadie, y menos ese mozalbete! ¡Mañana mismo me quejo al administrador! 

No se quejó, pero todas las noches, después de cenar, ponía música a todo volumen, Tristán e Isolda de Wagner, la Serenade de Schubert, la Danse Macabre de Camille Saint-Saëns, lo que fuera, pero deberían oírse no solo dentro del edificio, sino también desde la avenida.

Además, se ponía sarcástica: Para que aprenda, qué música me gusta. Y si todavía no sabe quién soy, que vaya y le pregunte a Bruno. 

Cuando llega a esa parte, se preguntaba ¿Qué le diría Bruno? La señorita Kindelán, es hija de unos prominentes inmigrantes irlandeses. Muy rica, muy aristocrática. No será joven, pero es muy hermosa… Claro que no, ese Bruno, era muy capaz de decirle: Es una solterona, orgullosa hasta más no poder, un sargento de caballería. 

La situación se repetía cada noche, hasta Dana no pudo más, estaba harta de tantas serenatas y aullidos de las valquirias. A la noche siguiente, aparentó concentrarse hasta tal punto en la lectura de un libro que no advertía el silencio que la rodeaba. A las diez, el muchacho tocaba la Sonata Catorce de Beethoven, la tocaba muy mal, no obstante, según Dana, el chico quería reconciliarse con ella. Muy en el fondo, abrigaba la esperanza que el joven por fin se decidiera conocer a su vecina del séptimo piso.

Dejó de oírse la música, Dana no se movió. Eran las once, cuando como era costumbre se escuchó el portazo y los ruidos habituales del elevador que indicaban que él se iba. 

Dana, se fue a tenderse vestida, en la cama. Una voz en su cabeza, le decía: No te hagas ilusiones. Esa clase de hombres no es para ti.

A la tarde siguiente, Bruno le trajo la noticia. El vecino del sexto piso, se había mudado esa mañana, sin dejar su nuevo domicilio. Para sus adentros Dana, pensó: Ahora podré dormir tranquila, el peligro pasó.



Lunaoscura

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