El niño abrió los ojos y vio a
una mosca que caminaba por el techo. Parpadeó y se quedó mirando a dónde iba.
La mosca avanzaba en forma
irregular hacia la ventana. Correteaba sin detenerse y lo hacía rápidamente.
El niño pensó que iba por un
camino y esperó hasta ver si otra mosca no la seguía porque quería saber si
realmente era un camino. Pero no había más moscas. A decir verdad, había, pero
no andaban en el techo y el niño pronto perdió el interés en ellas. Se enderezó
en la cama y gritó
-¡Mamá, ya desperté!
Nadie le contestó.
-¡Mamá! -llamó. Soy yo. Ya
desperté.
Silencio.
El niño esperó, pero el silencio
seguía.
Entonces saltó de la cama y
corrió descalzo hacia la estancia. Estaba vacía. Miró primero el sillón, luego
la mesa y las repisas con sus filas de libros, pero no había nadie. Todo estaba
simplemente en su lugar, ocupando un espacio.
El niño corrió precipitadamente a
la cocina, después al cuarto de baño. Nadie estaba escondido ahí tampoco.
-¡Mamá! -gritó el niño.
Su grito se hundió en el silencio
que inmediatamente se hizo más denso. El niño, desconcertado, corrió de nuevo a
su habitación; las huellas de sus talones y de sus dedos desnudos se marcaban
sobre el piso pintado y al enfriarse se esfumaban y desaparecían.
-Mamá -dijo el niño con la mayor
tranquilidad que pudo-, desperté y tú no estás.
Silencio.
-¿No estás, verdad? -preguntó.
Su rostro se contrajo mientras
esperaba la respuesta; volteó hacia todas partes, pero la respuesta no llegaba
y el niño rompió a llorar.
Entre lágrimas, caminó hasta la
puerta y empezó a jalarla. La puerta no cedía. Entonces la golpeó con la palma
de la mano, luego la empujó con el pie desnudo, lastimándose, y su llanto
creció con más fuerza.
Estaba de pie, en medio de la
habitación y sus tibias y grandes lágrimas rodaban por su cara y caían al
suelo. Después, sin dejar de llorar se sentó.
Todo a su alrededor le escuchaba
en silencio.
Sentía que de pronto, a sus
espaldas, se escucharían pasos pero nada sucedía y no podía recuperar la calma.
Permaneció así un largo tiempo.
¿Qué tanto? No lo sabía.
Finalmente se acostó en el piso y
se puso a llorar. Estaba tan cansado que ya no se sentía a sí mismo y ni
siquiera se daba, cuenta de que estaba llorando. Su llanto era tan natural como
su respiración y ya no estaba bajo su control. Al contrario, era más fuerte que
él.
De repente, al niño le pareció
que alguien estaba en la habitación.
De un salto se levantó y empezó a
mirar a su alrededor. La sensación que lo había hecho ponerse de pie no cesaba
y el niño corrió a la otra habitación, después a la cocina y al cuarto de baño.
No había nadie.
Sollozando, regresó y se tapó los
ojos con las palmas de sus manos. Lentamente empezó a quitar las manos de sus
ojos y una vez más miró a su alrededor. Nada había cambiado en la habitación.
El sillón estaba vacío, la mesa estaba sola, los libros aguardaban como siempre
en las repisas, pero sus lomos de diferentes colores miraban tristemente y como
a ciegas. El niño se quedó pensativo:
-No lloraré más -se dijo-. Mi
mamá no tardará. Seré un buen niño.
Se fue a la cama y enjugó su
rostro lloroso con el cobertor. Después, sin apresurarse, como si anduviera de
paseo, recorrió el departamento, examinando cosa por cosa. Una idea luminosa
cruzó por su mente.
-Mamá-dijo a media voz-, quiero
hacer pipí...
No era cierto, pero sabía que si
su mamá estaba en la casa sólo así la haría acudir inmediatamente.
-Mamá- repitió.
Pero su mamá no estaba en la
casa. Ahora lo había entendido definitivamente.
Tenía que hacer algo. "Me
pondré a jugar. Mi mamá tiene que venir" -decidió-. Se fue al rincón donde
estaban todos sus juguetes y eligió a la liebre. Era su consentida. Se le había
caído una pata y su papá varias veces le había propuesto pegársela, pero él de
ningún modo había consentido. Volver a tenerla con sus dos patas sería aceptar
que ya no la quería porque se había quedado con una sola y la otra, además,
andaba por ahí, en alguna parte y vivía ahora su propia vida.
Juguemos, liebrecita -propuso el
niño.
La liebre asintió en silencio.
-Tú estás enferma. Te duele una
patita y ahora yo te voy a curar.
El niño acostó a la liebre en la
cama, tomó un clavo y hundiéndolo en el vientre de la liebre, la inyectó.
La liebre estaba ya acostumbrada
a las inyecciones y jamás se quejaba.
Como si hubiera recordado algo,
el niño se puso pensativo. Después se alejó de la cama y miró hacia la sala.
Todo estaba igual, y el silencio, como antes, se balanceaba de un rincón a otro
en la habitación.
El niño suspiró, regresó a la
cama y miró a la liebre. Estaba recostada tranquilamente sobre una almohada.
-No, así no -dijo el niño-. Ahora
yo seré la liebre y tú el niño pequeño. Tú me curarás a mí.
Sentó a la liebre en una silla y
se acostó en la cama. Encogió una pierna y empezó a gemir.
Sentada en la silla, la liebre lo
miraba sorprendida con sus grandes ojos azules.
-Yo soy la liebre, me duele una
pierna -le explicó el niño.
La liebre callaba.
-Liebre -le preguntó él
enseguida-, ¿a dónde se fue mamá?
La liebre no contestó.
-No te duermas. Mira, dilo ¿A
dónde se fue mamá?-demandó el niño y tomó a la liebre de un brazo. La liebre
seguía callada.
El niño había olvidado que era él
el que contestaba siempre por la liebre y que enseguida representaba el papel
de los dos, y ahora, en serio, le exigía una respuesta. Había olvidado que la
liebre era sólo un juguete como los otros, como sus cubos que se colocaban uno
junto al otro sólo si alguien los ponía, como sus coches que caminaban sólo si
alguien los jalaba, como sus animalitos de peluche que rugían y conversaban
sólo si alguien rugía y contestaba por ellos.
Se había olvidado de todo.
-Habla, habla -exigía.
Y la liebre seguía callada.
El niño la arrojó al suelo, saltó
de la cama y se fue sobre ella dándole de puntapiés.
La liebre rodaba por el suelo
dando saltos y volteretas y el niño rodaba también, saltaba y daba vueltas
alrededor de la liebre, repitiendo sin parar "Habla, habla, habla."
Pero la liebre ni contestaba ni podía tampoco librarse de él porque sólo tenía
una pata. De repente el niño lo comprendió. Se detuvo y se quedó mirando cómo
la liebre, apretando su cara contra el suelo, lloraba en silencio. Oyó su
llanto. Se inclinó sobre la liebre y perplejo exclamó con todo el peso de su
culpa:
-Mi mamá se fue a algún lado.
Y en ese momento al niño le
pareció que alguien subía por la escalera.
-¡Mamá!-gritó arrojándose hacia
la puerta, pero tropezó con el sillón y se cayó. Sin dejar de escuchar se
incorporó, mas en la puerta no había nadie. Y entonces el niño rompió de nuevo
a llorar. Lloraba de dolor y de soledad. Lo que era el dolor ya lo sabía, pero acababa
de conocer la soledad.
Valentín Grigórievch Raspútin
http://milcuentosrusos.blogspot.mx/2011/04/valentin-grigorievch-rasputin-mi-mama.html
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