Hablábamos, mi amigo y yo, de
cosas indiferentes y triviales. El sol, próximo a desaparecer, arrojaba sobre
la tierra una luz cálida y rojiza, y el bochorno que entraba por la abierta
ventana parecía esparcirse por todo el aposento. Las columnillas de humo de
nuestros cigarros subían hasta juntarse en ligeras nubes que iban anidando en
los casetones del artesonado, y el damasco que cubría las paredes tomaba un
tinte de color más rico que de costumbre.
La conversación empezó a
languidecer, y llegó un momento en que ambos callamos, como si obedeciéramos
algún misterioso mandato. Yo tenía cierto orgullo en aquella estancia, en que
reuniera todo lo que poseía de mayor valor y más hondo afecto, y no era la
primera vez que desde mi butaca paseaba la mirada sobre los muebles y cuadros
que la adornaban. Rafael también gustaba de aquella colección y la elogiaba a
menudo, de manera que no me sorprendió verlo recorrer con la vista aquel
abigarrado conjunto de objetos. Enfrente de donde nos hallábamos sentados, pendía
de la pared un retrato de busto de mi madre, ataviada según la moda del segundo
Imperio. A pesar de la luz que por momentos iba apagándose, el retrato se
destacaba muy bien, y se acentuaba en su rostro la inefable dulzura que el
pintor había sabido reproducir fielmente.
No sé cuánto tiempo permanecimos
en silencio. Repentinamente sentí una como ráfaga de melancolía y dirigí la
mirada hacia el retrato. Me estremecí al verlo, y noté que mi amigo sufrió
idéntica impresión. Nos miramos ambos, y él, poniéndose de pie, dijo en voz muy
baja:
-¡Está llorando!
Yo asentí con la cabeza, y mi
compañero con paso quedo, salió de la estancia y cerró la puerta tras sí,
cuidadosamente.
Entonces yo, presa de grande
angustia, me acerqué al retrato y vi que se animaba. Una nube de tristeza
nubló el semblante de mi madre, y las lágrimas que brotaban de sus ojos cayeron
con mayor abundancia. Se movieron sus labios y oí una vez más la voz que hacía veinte
años enmudeciera.
-¡Hijo mío! ¡Siento una gran
piedad por ti! El camino que tienes que recorrer es áspero y difícil, y grandes
sufrimientos serán tuyos. Por eso es que siento tan grande piedad por ti. Nunca
hagas a nadie partícipe de tus cuitas, ni a tu mejor amigo; guárdalas siempre
para ti. Sé avaro de tus sentimientos; a nadie los digas. ¡Hijo mío, cuánta
piedad siento por ti!
Las sombras de la noche
penetraron casi repentinamente y pronto me envolvieron en densa obscuridad.
Por fin, después de no corto
espacio de tiempo, encendí la luz y abrí la puerta. Rafael se hallaba en la
galería, en el hueco de una ventana, y al verme, pareció despertar de un sueño.
-¡Rafael...! -exclamé; pero
él me interrumpió, diciendo:
-¡No me digas nada; no, ni a mí
que soy tu mejor amigo!
Y silenciosamente entramos de
nuevo en el aposento. Con la luz artificial, las cosas todas presentaban su
aspecto de costumbre, y el retrato de mi madre la dulzura inefable de su
rostro. Debajo de él, sobre una mesa, se hallaba mi último soneto; lo tomé para
leerlo a Rafael, y encontré que estaba humedecido y emborronado.
FIN
Manuel Romero de Terreros, La puerta de bronce y otros cuentos, 1922
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/romero/tristis_imago.htm
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