—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
Más de cien veces durante la última semana
he estado repitiendo esta misma pregunta al oído de distintas mujeres, quienes
rotundamente se han negado a acompañarme. Y entonces yo me he dado media
vuelta, me he despedido con la galantería más profunda —según corresponde a mi
jerarquía de hombre elegante—, me he colocado el sombrero graciosamente y he
echado a andar sin rumbo fijo.
Hice esta invitación en clubes, batallas de
flores, museos, templos y lavaderos públicos. Siempre con el mismo resultado.
Se lo he propuesto a mujeres maduras, emancipadas y revoltosas; a mujeres
casadas, hastiadas y bellas; a jóvenes de cualquier tamaño, desconfiadas,
ávidas y deliciosas; a adolescentes ingenuas que volvían de la escuela con sus
cuellitos blancos y unos deseos locos de divertirse. Incluso, se lo he
propuesto a esas nodrizas robustas que van a flirtear con los soldados a los
parques, tirando de un cochecito con toldo, en cuyo interior se vomita un bebé.
¡Nadie, nadie ha atendido mi ruego!
No obstante, empleo medios de lo más
correcto, puesto que soy hombre rico y maduro, harto experimentado en asuntos
de mujeres. Y así es. He viajado por los cinco continentes y he abrazado
frenéticamente a mujeres de todos colores y temperamentos: pelirrojas altivas,
con los vientres llenos de pecas; rubias linfáticas, con las pupilas sumergidas
en una especie de pus; morenas tormentosas, hidrófobas, que me arrancaban a
puñados las cejas mientras yo les sorbía los labios; negras del Congo, con los
pechos de tal suerte enhiestos, que para estrecharlas y no herirme tenía que
interponer entre nuestros cuerpos una almohadilla o una sábana doblada
cuidadosamente. .. Unas y otras se me sometieron con facilidad, a menudo sin
que mediara otra cosa que la curiosidad, el morbo o el placer. Mas a pesar de
todo esto, he aquí que, de manos a boca, no hay una sola hembra en la ciudad
que acepte compartir conmigo un trago de Chablís y un beefsteak con
patatas y merengues.
He pensado detenidamente —y pienso— acerca
de tales acontecimientos. Busco, y no hallo la causa. Mi aspecto, por
descontado, debe ser aproximadamente el de costumbre: alto, un poco seco, con
el cabello gris y los ojos también grises. Camino y visto con elegancia,
siempre de negro —mi camisa inmaculada, los zapatos irreprochables, una
gardenia en el ojal—. Bajo el brazo porto casi siempre un libro, pues es
conveniente hacer saber que leo mucho, mucho: ocho o diez horas diarias. Pero
siempre el mismo libro. Cada día una página. Cuando el tiempo es favorable uso
bastón; cuando amenaza lluvia, paraguas. Durante el verano me aligero de ropa,
conservando ¡claro está! su color. Aun a mí mismo me sorprende un tanto, esta
obsesión estúpida de andar siempre enlutado. Sin embargo, no me preocupo lo más
mínimo por esclarecerla. También mis antepasados vestían así. De ahí que, en
otra época, mi familia fuese conocida en todas partes con un nombre
extraordinariamente poético: "La Nube Negra ".
Pues como decía antes. No hay en la ciudad
una sola hembra que acepte cenar conmigo. Todas se vuelven ardides, remilgos, y
escapan. Pero yo no desespero. Soy como la araña que teje su malla o la hormiga
que transporta sus provisiones. Cada día me atildo más; cada día me escabullo
con mayor pavor del sol, a fin de conservar mi rostro suave y limpio; me baño
en aguas con sales; me mudo de ropa interior seis u ocho veces diarias; me hago
limpiar constantemente los zapatos...
Hoy llevaré a cabo una nueva experiencia: me
colocaré unas gafas negras y me calzaré unos guantes blancos. He observado que
la longitud de mis manos asusta un poco a las hembras, cual si temieran que
pudiera estrangularlas con ellas; también cuando levantan el rostro y me miran
a los ojos parecen demudarse, exactamente igual que si asomaran sus hociquitos
a un antro prohibido. Así pues, es probable que de hoy en adelante pueda
vérseme de tal guisa:con unos guantes blancos de cabritilla y unas gafas
obscuras,tan enormes,que escasamente logre soportar sobre mis orejas.
Voy a lo largo de un parque. Es una especie
de selva sintética, embotellada, con calzadas muy anchas, en cuyas márgenes
crecen los árboles, envueltos en la niebla de la noche. Sobre las bancas
solitarias saltan los pájaros ateridos como hembras traviesas y vanas. Ignoro
hacia qué lugar me dirijo, pero mi paso es firme, según debe serlo, sin
excepción, el del hombre sobre la tierra...
Dejo atrás calles, calles iluminadas
absurdamente, repletas de hembras muy lindas que mueven sus cuerpecitos
alegremente.
— ¡Si quisieran cenar todas conmigo!
Y estoy a punto de ser arrollado por un
ómnibus cuando me embriaga el ensueño: "Una mesa descomunal, como no han
visto los siglos, cubierta por kilómetros de tela blanca y situada sobre
distintas naciones; una especie de línea férrea, a la cabecera de la cual
estaría yo sentado en una silla, con mis gafas negras sobre las cejas grises y
mis guantes blancos puestos a secar sobre un árbol".
Las mujeres van y vienen dulcemente por la
calle. Son como mariposas inquietas; y yo quisiera ser flor. Son como flores
selváticas; y yo quisiera ser mariposa. Quisiera ser lo que ellas no son, para
hacerlas venir a mi lado. Quisiera ser esa muselina ligera que ciñe sus
cinturitas tan débiles; esos collares extraños que aprisionan sus gargantas;
esos zapatitos tan voluptuosos que me hacen desfallecer de pasión, y sobre los
cuales caminan tan nerviosamente. Unas me miran al pasar. Otras, no. Y esto
último me entristece de tal forma, que me entran deseos de irme a bañar una vez
más, de limpiarme los zapatos. En fin, que es muy duro mi destino.
Mas he aquí que, de súbito, una horripilante
idea cruza mi mente:
"Todas las mujeres tienen su hombre.
¡Todas, todas! He nacido demasiado tarde y ya no hay un corazón disponible."
Comienzo a temblar, palidezco de estupor y
necesito sentarme en el filo de la acera. Un sudor helado y grasoso me arroya
por las sienes.
"¡Todas, todas tienen su hombre!"
Y acuden a mi cerebro visiones cada vez más
dolorosas. Veo restaurantes de doscientos pisos, en cuyas mesitas cuadradas
cena alegremente la humanidad por parejas... Extensiones inconmensurables de
terreno yermo donde millones de mujeres encinta van a visitar al ginecólogo...
Infantes que lloran en sus cunas blandas, exhibiendo sus organitos viriles...
— ¡No quedará una mujer en el mundo! —grito
de pronto, asomándome a las cunas.
Y un caballero, también de negro, me ayuda a
incorporarme.
— ¿Se siente usted enfermo? —prorrumpe con
el sombrero en la mano.
—No —replico—. Me siento perfectamente.
Gracias.
Saluda y se marcha. Pero en aquel instante,
una ocurrencia me acomete:
"¿Y si lo matara? ¡Su mujer quedaría
libre entonces!"
Me lanzo tras de él entre la multitud, como
un loco. Le doy alcance, tocándole sin brusquedad en un hombro.
—Perdone —inquiero un poco jadeante—, ¿es
usted casado?
El desconocido me examina de arriba abajo y
contesta:
—Soy viudo.
Me entristezco y le digo:
—Le acompaño a usted en el sentimiento.
—Gracias... —musita entre dientes, tratando
de desasirse de mí, que lo he aprisionado por un brazo.
Otra idea —la máxima— me asalta.
—Disculpe la impertinencia: ¿iba usted a
tomar el metro?
—Precisamente —confiesa—. ¡Y es tan tarde!
Comprendo que es un etnógrafo que se halla a
merced mía.
— ¿Qué rumbo lleva? —insisto.
No percibo su respuesta, mas exclamo,
embriagado de gozo:
—Casualmente el mío. ¡Oh, la vida está llena
de estas minúsculas peculiaridades! ¿Le incomoda que vayamos juntos?
—Es que...
Lo empujo hacia adelante y penetramos en la
estación. Descendemos a toda prisa en un ascensor muy incómodo. En los andenes
las mujercitas siguen moviendo sus tiernos cuerpos; pero yo las contemplo ahora
con indiferencia. Incluso, me arranco las gafas y sepulto en un bolsillo los
guantes. Aspiro el aroma de la flor que llevo en la solapa y pienso:
"Parezco un jardín."
La desprendo con rabia, pisoteándola cual si
se tratara de una chinche. No obstante, es una gardenia: una gardenia
singularmente fragante, como deben serlo los ombliguitos de todas esas lindas
empleadas que escriben a máquina en los Bancos.
Durante el trayecto hablo con mi
acompañante, poseído de disculpable calor. El, por el contrario, cada momento
más incierto y preocupado. No osa moverse, sonríe ambiguamente, cambia a menudo
de postura; pero responde a cuanto le pregunto. Hablábamos de su mujer.
"Debe ser un excelente padre de
familia" —pienso involuntariamente.
Y esta insensata idea, unida al color
bestial de sus calcetines a cuadros, me hace sollozar.
— ¡Oh, por favor, por favor! ¡Se lo suplico!
—implora tímidamente.
Algunas personas me observan con
desconfianza, y yo me desconcierto de pronto. Para ahuyentar la pesadumbre
indago:
— ¿Usted nunca se ha retratado?
—Sí —me responde, agitando la cabeza.
—Yo no —admito—. Pero me retrataré hoy
mismo.
Y entreveo mi fotografía, ya no al lado de
un millón de mujeres bonitas, sino sentado sobre las piernas de una
complaciente empleadita, como aquella que va leyendo el diario. "Tengo mi
brazo alrededor de su cuello y ella me mira franca, apasionadamente a los ojos,
a pesar de que no llevo gafas. Ahora visto de gris, con una corbata
amarilla."
—Bueno... ¡hasta la vista! —exclama mi
compañero, de un modo atropellado, ofreciéndome su mano sudorosa.
— ¡Cómo! ¿Se marcha usted? —lamento—. ¡Tanto
gusto en conocerle!
Se va y yo me apeo en la estación siguiente.
Salto dentro de un taxi y menciono un nombre muy extraño que tengo que repetir
varias veces. Primero cruzamos una plaza, en cuyo centro hay una fuente; otra
plaza sin fuente; calles, calles, todas gemelas, huecas, como el sistema de una
tubería. Aparecen los árboles, las chimeneas de las fábricas, los lavaderos.
Estamos en los suburbios. Diviso la luna —¡y es hermosa!—.Proseguimos: el
campo. La llanura plana, quieta, igual que el pecho de un tísico. Así media hora,
una, dos; hasta que el vehículo se detiene en seco.
— ¿Es aquí? —pregunto.
—Aquí mismo —responde el chofer.
Liquido la cuenta, abro la portezuela y
suplico:
—Tenga la bondad de aguardarme. Tardaré a lo
más veinticinco minutos.
— ¡Correcto! —asiente—.Y se tumba a dormir
con los bigotes sobre el volante.
Yo me lanzo entre las sombras rumbo a un
puñado de casitas grises en cuyas ventanas hay luces. Escucho el reloj de la
parroquia: las once. A un tiempo, distingo la cabeza enorme de un hombre que se
aproxima cantando con voz de campesino. Le detengo, adoptando el continente más
sereno de que soy capaz.
"Podría tomarme por un demente"
—pienso estremeciéndome.
E inquiero:
—Disculpe, ¿podría usted indicarme dónde se
halla el cementerio?
Gira sobre sus talones sucios, yergue un
brazo hercúleo y señala una mancha próxima, oscilante.
—Detrás de esos árboles —me informa.
Doy las gracias, encaminándome hacia la
mancha. El sendero es largo, no tan fácil como me suponía y lleno de barro. Con
frecuencia doy un traspié y resbalo, rodando hecho un guiñapo. Pero es tal la
alegría que salta en mi pecho, tal mi avidez, que rompo a cantar y a reír,
hundido el rostro en el estiércol de las vacas.
"¡Ahora voy a tener mujercita y esto es
espléndido! —cavilo—. ¡No moverá mucho su cuerpecito porque está muerta, pero
al menos podremos retratarnos! Si está demasiado rígida, la aceitaremos. Si su
ropa se halla deteriorada, la vestiremos adecuadamente. Si está muy pálida, muy
pálida, le untaremos de carmín las mejillas...Y yo me sentaré en sus rodillitas
desnudas y le pasaré un brazo por su hombro, y ella me mirará con sus
pobrecitos ojos quietos a mis ojos grises y sin gafas."
Un silencio inusitado me rodea. La
obscuridad me envuelve, cual si me hallara en el interior de una cámara
fotográfica. Llego, por fin, al cementerio. Me descubro, y nadie sale a
recibirme. Llamo febrilmente a la puerta: ni una triste alma responde.
"Debe ser aún temprano" —calculo.
Y sentándome sobre una piedra, me dispongo a
esperar con toda calma.
Transcurrido el tiempo de fumarme un
cigarrillo, me levanto. Miro a un lado y otro, y, con la agilidad de un gorila,
salto la tapia. Requiero a gritos al camarero, al maítre, al manager.
Inútil. Mi grito repercute en las tinieblas, choca contra una montaña y me
vuelve a la boca. Me lo trago y sigo adelante por entre las sepulturas. Una
voluptuosidad inaudita me invade. Hierve la sangre en mis venas, y visiones
realmente lascivas desfilan ante mis ojos. Parece que entro a un cabaret.
"¿Dónde andará mi mujercita?"—digo
para mis adentros.
Procuro seguir las indicaciones del viudo
tímido. Busco sobre las cruces el epitafio. No lo encuentro, y lo que es
bastante peor: me restan apenas cinco fósforos.
— ¡Vaya un restaurante desanimado!
—prorrumpo deteniéndome. Y continúo más y más impaciente, más y más angustiado,
derribando tiestos con flores, copas y vasos, tronchando rosales, pisoteando a
los parroquianos, partiendo las cruces, atropellando a los camareros que
duermen...
Llego, en suma, a mi destino: a la casita
blanca. Veo el nombre de la muerta. Me inclino sobre la lápida y leo el menú.
Hecho un loco, un abominable loco, comienzo a trabajar. El trabajo es arduo, me
extenúa, haciendo tronar mis huesos; pero mi ansiedad va en aumento. Como un
perro escarbo la tierra, destruyo las raíces malignas, hiriéndome las uñas;
lanzo pedruscos al aire, algunos de los cuales me caen en la cabeza.
"¿Quién estará riñendo?"—me
pregunto asustado, mirando a todas partes.
Sangro y me ato el pañuelo a la frente.
— ¡Después ajustaremos esa cuenta! —amenazo,
señalando un árbol.
Súbitamente topo con algo sólido, al parecer
infranqueable. ¡Ah, me aguarda en el reservado! Me vuelvo tímido, infantil,
casi femenino. Golpeo con el puño delicadamente.
— ¿Se puede? —inquiero.
Nadie contesta. Llamo más fuerte.
— ¿Se puede?
"¡Oh, las delicias del
adulterio!"—suspiro.
Pero grito:
— ¡Abre o echo abajo la puerta!
Suenan dentro risitas muy débiles, como de
alguien a quien le hicieran cosquillas con una pluma. Percibo, también, unos
taconcitos femeninos que golpean, golpean el suelo.
— ¡La echo! —aúllo.
Y cumplo mi palabra.
Salta el féretro en pedazos, salpicándome la
lengua de una substancia ácida y muy fría. Adivino, más que distingo, una
figura femenina, vestida de baile, inmóvil sobre un canapé. Me inclino hacia
ella dulcemente, seductoramente, igual que los galanes en el teatro. Musito:
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
Me halaga su voz somnolienta.
-¡Sí!
Le echo mano. Pesa poco, y su cuerpecito
tintinea como un bolsón de cascabeles. ¡Debe estar tan ilusionada!
Con mi presa a cuestas me encamino hacia la
tapia, advirtiendo que algo se enreda entre los árboles. Cuando pienso que sea
su cabellera espesa me trastorno aún más. ¡Besaré así, así, su maraña negra,
hundiendo en ella mi cabeza hasta el cuello! La deposito en el muro, salto, y
la recojo de nuevo.
— ¡Perdone usted! —balbuceo, dejándola caer
sobre el lodo—. Me olvidé el sombrero.
Entro, y vuelvo a salir con el bombín un
poco ladeado. Me la echo otra vez sobre las espaldas, y así avanzamos en la
obscuridad impenetrable. Pronto el cansancio me rinde, flaquean sensiblemente
mis rodillas y las fuerzas me abandonan. Bajo las ramas de un corpulento chopo
me siento y siento a mi mujercita.
—Señorita: ¿le gustaría a usted retratarse
conmigo?
Y evoco la imagen sugestiva: yo sobre sus
rodillas, y colgando de un árbol mi traje.
Procedo al punto a desnudarme; a desnudarla
a ella, lo cual no es tarea fácil, pues se resiste. Cuelgo, en efecto, mis
ropas, y voy presuroso a instalarme. Lo hago con cautela, tierna,
ceremoniosamente. Le paso a continuación un brazo por el hombro helado. Cruzo
las piernas. Sonrío. Alzo la vista, mirando con desdén a todas las mujeres del
universo.
—No te muevas —le ordeno.
— ¿Listo? —pregunta el fotógrafo.
Yo digo:
—Espere usted un momento. Voy a
estornudar...
Estornudo una vez, dos, hasta cinco.
—Mírame —suplico a mi mujercita.
Y nos retratamos. Nos retratamos cerca de
quince veces, siempre en la misma postura, como si fuéramos dos estatuas. Yo
así: sin gafas, sin guantes, sin gardenia. Igual que en aquel tiempo, cuando
compartía el lecho con las negras del Congo.
Y como entonces, también, hube más tarde de
colocar entre nuestros ardientes cuerpos mis ropas negras muy bien dobladas,
porque los pechos enhiestos de ella penetraban en mi carne igual que dos
afilados cuchillos.
Francisco Tario
http://allyouneedisbloodx.blogspot.mx/2010/11/francisco-tario-la-noche-del-loco.html
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