Francisco Tario, seudónimo de
Francisco Peláez (Ciudad de México, 2 de diciembre de 1911 – Madrid, España, 1977),
fue un escritor mexicano.
Es un fantasma. No es una
metáfora truculenta que recurre al imaginario de su obra, no. Francisco Tario
en verdad es un fantasma: el fantasma de Francisco Peláez Vega. Francisco Peláez Vega era un demiurgo que creó el fantasma de Francisco Tario para
firmar la obra literaria que le habría de sobrevivir. Francisco Peláez Vega
descansa merecidamente en paz y nos ha legado ese espectro incómodo que se ríe
mordazmente de nosotros detrás de sus páginas y se divierte importunando a
académicos de manera insolente.
En 1943, Francisco Peláez Vega
alumbra a Francisco Tario con dos libros insólitos para el panorama de las
letras mexicanas de la época: los cuentos de La noche y la
novela. Aquí abajo. Como si fuera una provocación, Tario pone sus primeras
palabras, aquellas que habrían de presentarlo en sociedad, en
la boca de un féretro. Sí, en boca de una caja de muertos
animada que narra las desventuras de la jornada en la que por fin le será
adjudicado un muerto. Y ya desde estas líneas se adivina lo que será un rasgo
permanente de su obra: el humor irreverente al abordar la escatología, ese
mundo de ultratumba que será su gran tema. “Soñé con dulces muertas blancas,
cuyos muslos temblaban sobre mi piel”, nos relata el féretro antes de descubrir
que su triste destino será cargar a un hombre, a un padre de familia “gordo,
hinchado, pestilente y rubio”. “Me encogí de hombros y opté por dormirme.
Dormirme como un novio impotente o tímido en su noche de bodas.”
Poco hay que reseñar sobre la
vida de Francisco Peláez Vega. Los testimonios construyen la imagen de un padre
de familia ajeno a los círculos literarios, casado con una mujer hermosísima,
propietario de salas de cine, que vivió entre la ciudad de México y Acapulco
hasta que se trasladó a Madrid en 1960, donde habría de radicar hasta su
muerte. Como detalle pintoresco se dice que en su juventud fue portero del club
Asturias, un legendario equipo mexicano de fútbol, ya desaparecido. El
Asturias, un fantasma de equipo. Pero no hablemos de la vida de los hombres,
hayan sido futbolistas o empresarios de cine. Hablemos de fantasmas.
La biografía de Francisco Tario,
que no es otra cosa que la cronología de su obra, muestra las vacilaciones
propias de los exploradores, de aquellos que buscan sin saber si habrán de
encontrar, preocupados únicamente por decir algo nuevo. Mario González Suárez,
en el excelente prólogo a la edición mexicana de los Cuentos
completos (Lectorum, 2003) –que también se reproduce en la antología
publicada recientemente en España por la editorial Atalanta–, apunta la
existencia de tres etapas en las que podría clasificarse la obra de Tario. La
primera estaría constituida por el libro de cuentos La
noche (1943), la novela Aquí abajo (1943), el libro de
anotaciones (o aforismos, si queremos
simplificarlo) Equinoccio (1946) y el inclasificable La puerta
en el muro (1946). La segunda etapa abarcaría las publicaciones de los
primeros años de la década de los cincuenta: las alucinaciones amorosas
de Yo de amores qué sabía (1950) y Breve diario de un amor
perdido (1951), un libro sobre Acapulco, ilustrado con fotografías de Lola
Álvarez Bravo, Acapulco en el sueño (1951), y el libro de
cuentos Tapioca Inn. Mansión para fantasmas (1952). A esta
etapa le siguen dieciséis años de silencio, marcados, justo a la mitad, por la
mudanza de Francisco Peláez Vega a Madrid en 1960. En 1968 Tario pública su libro
más conocido, Una violeta de más, donde se incluyen algunos de los cuentos
que le han dado fama: “El mico”, “Ragú de ternera” y “Entre tus dedos helados”.
También a esta última época, aunque publicadas de manera póstuma, corresponden
las tres obras de teatro de El caballo asesinado (1988) y la
novela Jardín secreto (1993).
Francisco Tario pertenece a la
estirpe de Isidore Lucien Ducasse, el fantasma conocido como Conde de
Lautréamont. En Los cantos de Maldoror, Lautréamont se plantea la
escritura como una violenta tarea de desacralización: “Mi poesía consistirá,
solo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al
Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura.” Ni Lautréamont ni
Tario son ateos, no pueden serlo, ambos necesitan a Dios para abominarlo. En
“La noche de los cincuenta libros”, Tario nos deja un manifiesto, un programa
al que dedicaría su escritura, encubierto en la perorata de Robertito, un niño
que delira con encerrarse en una cueva para escribir libros terroríficos y
letales:
Y escribiré libros. Libros que
paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el
apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les
emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo
grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la
religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del
patriotismo y de cualquier otra fe o mito. Libros, en fin, que estrangulen las conciencias,
que aniquilen la salud, que sepulten los principios y trituren las virtudes.
Exaltaré la lujuria, el satanismo, la herejía, el vandalismo, la gula, el
sacrilegio: todos los excesos y las obsesiones más sombrías, los vicios más
abyectos, las aberraciones más tortuosas... Nutriré a los hombres de morfina,
peste y hedor.
El “problema” de Francisco Tario,
que lo ha condenado a la marginalidad, es que no parece un escritor mexicano.
No lo parecía en los años cuarenta, cincuenta o sesenta del siglo pasado, y
sigue sin parecerlo hoy en día. Más allá de las discusiones sobre la identidad
mexicana o sobre las instancias legitimadoras de la literatura nacional, hay
una innegable cuestión de estilo. Christopher Domínguez Michael lo resumió a la
perfección: “la originalidad de Francisco Tario es la de aquellos escritores
que pudieron haber nacido ahora o hace cinco siglos y escribir en nuestra
lengua o en cualquier otra”.
En lo mejor de su obra narrativa,
los libros de cuentos La noche y Una violeta de más, no hay una
sola referencia a México. De hecho, los cuentos en los que establece claramente
los referentes geográficos transcurren en el extranjero, “La noche de Margaret
Rose” entre Nueva York y Londres, “El éxodo” entre Inglaterra e Italia. No es
de extrañarse que el lector se descubra pensando en Poe o Maupassant, incluso
en Bécquer. A este último Tario le hace un guiño de complicidad en uno de sus
cuentos más extravagantes, “La noche de la gallina”: “llegó el cocinero y me
fue persiguiendo taimadamente por la vereda de las coles”, narra la gallina.
“Tan pronto llegamos a la tapia –¡oh, perfumada muy lindamente por las
enredaderas de Bécquer!– me atrapó con sus manazas de simio.” Como era de
esperar, si la gallina ha leído a Bécquer es normal que termine envenenando a
sus comensales.
Nota: En 2004 apareció una nueva antología que reúne casi la totalidad de la
obra de este autor para el disfrute de las pupilas (Editorial Lectorum).
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/francisco-tario-el-fantasma-que-rie
http://es.wikipedia.org/wiki/Francisco_Tario
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