Debo de ser discreto. No quiero
comprometerla. La llamaré…
En el cajón de mi escritorio
tengo todavía una foto suya, junto con las de otras gentes y un pañuelo sucio
de maquillaje que le quité no sé a quién, o mejor dicho sí sé, pero no quiero
decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional.
La foto de la que hablo es
extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente
con sus grandes ojos almendrados, el
pelo estirado hacia atrás, dejando al descubierto dos orejas enormes, cercanas
al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió
traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los
pómulos salientes, la nariz pequeña con
las fosas muy abiertas, y abajo... su boca maravillosa, grande y carnuda. En un
tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que
iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la
carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La
llamaré ella.
Esto sucedió hace tiempo. Era yo
más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días cercanos a
Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la
bolsa. Era un medio día brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la
multitud y me puso una mano en el antebrazo. “Jorge”, me dijo. ¡Ah, che la vita
é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su
lado, claro está), pero si nos habíamos visto una docena de veces era mucho. Le
puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de
distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en
la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy
contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la
apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su
hija era decente, casada y con hijos, que yo había tenido mi oportunidad trece
años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impulsos primarios
y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando
por la alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba
estacionado muy lejos.
Fue ella, entonces, quien me tomó
de la mano y con el dedo de en medio, me rascó la palma, hasta que tuve que
meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis
pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece
años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas
tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos
pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en
el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo
que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa,
porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importante, no importa.” Le dije
olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el
pescuezo y le apreté la panza... hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas
y Sonora.
Después del accidente, fuimos al
SEP de Tamaulipas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores. La
separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra.
“¿Te veré?” “Nunca más.” “Adiós, entonces.” “Adiós.” Ella desapareció en
Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en
donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre
la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que
vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.
Entré en el foyer tambaleante y
con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas
insignificantes, como Venus saliendo de la concha... fue a ella. Se me acercó
sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a tal hora, en tal parte”; y desapareció.
¡Oh, dulce concupiscencia de la
carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los
enfermos mentales, diversión de los pobres, esparcimiento de los intelectuales,
lujo de los ancianos. ¡Gracias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos,
que hacen más que placentera la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!
Al día siguiente acudí a la cita
con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la
hacía sudar copiosamente.
Me miró satisfecha, orgullosa de
su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es para ti.”
Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su
cuerpo y comprendiendo por primera vez
la esencia del arte a que se dedicaba.
Cuando hubo terminado, se preparó
para salir, mirándome en silencio; luego me tomó del brazo de una manera muy
elocuente, bajamos una escalera y cuando
estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.
Fuimos de compras con la vieja y
luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo
algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos
quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios
mío, por haberme librado del asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto
de cometer!” Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie
de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas
mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura
de Félix Cuevas.
Supongo que se habrá conmovido
cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato
famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría
un telegrama.
Y esto es que un mes después
recibí, no un telegrama, sino un correograma que decía: “Querido Jorge: búscame
en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.) Firmado: Guess who? (advierto
al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras significan “adivina
quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en
que se acercaba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.
Pedí prestado un departamento y
también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien,
caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un
cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, porque no tenía caso
que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté
mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y esperé.
Inmediatamente empezaron a llegar gentes conocidas, a quienes saludaba con
tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.
Pasaba el tiempo.
Caminando por la calle de Génova
pasó la joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció.
Yo le di gracias a Dios.
Me puse a pensar en cómo vendría
vestida y luego se me ocurrió, horas más iba a tenerla entre mis brazos,
desvestida...
La joven N. volvió a pasar,
caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una
mano sobre la cara, porque la joven N. venía mirando hacia el Konditori.
Era la hora en punto. Yo estaba
bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal
de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.
Y entonces, que se abre la puerta
del Konditori, entra la joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el
restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess
right?”
Solté la carcajada. Estuve
riéndome hasta que la joven N. se puso incómoda; luego, me repuse, platicamos
un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas
para ir al cine.
Ella, con su marido y sus hijos,
se habían ido a vivir a otra parte de la República.
Una vez, por su negocio, tuve que
ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer
día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio
mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar. La puerta tenía aldabón y se abría
por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la ví a ella, al final de
una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde
guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos
mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los
brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y
mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la
sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos
besos... Hasta que llegaron sus hijos del parque. Después, fuimos a darles de
comer a los conejos.
Uno de los niños, que tenía
complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el
tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con una impudicia verdaderamente irritante, le
abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que
me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron
y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el
refrigerador, empecé mi segunda ofensiva, muy prometedora, por cierto, cuando
llegó el marido. Ale dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos
platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a
la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el teléfono. El marido fue a
contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto,
también, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este
acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del
comedor tambaleándose, con un altero de platos sucios. Entonces regresó el
marido poniéndose el saco y me explicó que el telefonazo era de la Terminal de camiones,
para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38
que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; el caso es que
tenía que ir a recoger el revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba
el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto
de hora. Exeunt severaly: él se va a la calle; yo, me voy a la cocina y
mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando
la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de
ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió,
tomó el disco llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la
música brindarnos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola.
“Es para ti”, me dijo. Yo la miraba, mientras calculaba en qué parte del
trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre
38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas de Chet Baker, porque
pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara,
ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el
marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba nada. Me levanté de mi
asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza
completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el
couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos
besarnos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo
encontré, tiré de él... y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca.
Estuvimos forcejando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes
regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos jadeantes
y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.
Hubiera podido, quizá, regresar
al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o
cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una
razón u otra nunca no lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la
foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las
mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la
historia), son más numerosas que las arenas del mar.
Jorge Ibargüengoitia
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