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En
enero de 1976, Elías Canetti pronunció un discurso en Munich. Entre otras cosas
dijo: “Pues lo cierto es que, hoy en día, nadie puede llamarse escritor si no
pone seriamente en duda su derecho a serlo”. De esta manera, el Premio Nóbel de
Literatura 1981 liquida la idea del hombre encerrado en una cripta, rodeado de
libros, absorto en sus fantasmas.
El
título de esta crónica es el mismo de un ensayo contenido en La conciencia de
las palabras, del autor búlgaro y, precisamente, recoge la angustia sobre los
peligros en los que se encuentra el mundo. De allí que sean los escritores los
que salen a tragarse el humo de los vehículos, los insultos del poder y el gas
de la represión, así como las protestas de quienes sobreviven entre el
sobresalto diario y la muerte.
“Quien
no tome conciencia de la situación del mundo en que vivimos, difícilmente
tendrá algo que decir sobre él”. ¿Cómo se vive en cualquier paisaje si quien se
dice escritor mira desde su miopía el polvo de unas letras que contamina la
realidad y la misma imaginación? No se trata del viejo tema del compromiso y la
llamada realidad. Se trata de saberse parte del universo, de sus movimientos,
de las revelaciones humanas, de la decadencia de los dioses, de la ascensión de
la muerte en bombas y disparos. Se trata de ser parte de la política, aun
cuando sea para registrarle los bolsillos.
2
Los
escritores que viven en castillos de cristal amasan la fortuna del silencio.
Atajados por el temor a ser colocados en el sitio de la realidad, presumen de
puros, de estar más allá de los pecados humanos, toda vez que los ángeles que
escriben tienen alas y revolotean alrededor de la vida y de la muerte.
“Tal
vez valga la pena preguntarse si, dada la situación actual de este planeta,
existe algo en virtud de lo cual los escritores —o los que hasta ahora han sido
considerados como tales— puedan ser de utilidad”.
En
efecto, ¿para qué sirve un escritor si la conciencia que tiene de las palabras
es solamente lúdica, estrictamente literaria, ficción pura, poesía abstracta?
El mundo, tan dinámico, cargado de estupideces y crímenes, bien vale la
participación de la presencia de los escritores. Por supuesto, no bajo la
batuta ideologizante del poder, porque éste tiene sus intereses bien fundados.
Así, “la literatura podrá ser lo que quiera, pero muerta no está, como tampoco
lo están quienes se aferran todavía a ella”.
Se
escribe sobre la piel de los hechos, sobre el cuerpo vivo de un mundo agitado
por la política, la pobreza y los cataclismos naturales. En ese juego, calcado
por la inteligencia humana más sensible, se debe colocar el ojo de quien usa
las palabras como arma, como reflexión.
3
En
estos días de tomas de decisiones, es bueno retomar las páginas de los
escritores que vivieron los momentos más terribles de la persecución. Los que
murieron en nombre de su oficio y de su conciencia, plasmaron la evidencia de
que valió la pena, de que la libertad es el don más preciado del ser humano. Es
decir, el uso de las palabras no exime al escritor de formar parte de los
hechos, de las acciones que intentan convertirse en absoluto. Un escritor debe
tener la libertad para tratar todos los temas, para abordar la luz y la sombra,
para luchar por la vida y pelearse a muerte con la muerte. Un escritor no es un
héroe, pero tampoco debe ser presa del miedo. “Un escritor sería, pues —tal vez
hayamos encontrado la fórmula con excesiva rapidez—, alguien que otorga
particular importancia a las palabras; que se mueve entre ellas tan a gusto, o acaso
más, que entre los seres humanos; que se entrega a ambos...”. Palabras para los
hombres, la humanización de la escritura, sin olvidarse de la calidad de éstas,
porque la mediocridad, el poco cuido, la falta de pulitura ensucia la libertad
que éstas ofrecen al acercarse al lector, quien deberá ser siempre el objetivo
de la escritura.
La
responsabilidad del escritor para con los suyos tiene que ver con el estrujamiento
del talento. Tal responsabilidad reclama la presencia de la belleza, por muy
hosca y dura que sea la realidad. Escribir es un acto de sensibilidad. Y por
muy estéril que sea el tema, se impone la calidad idiomática, que es la raíz de
toda imagen, de todo esfuerzo por conjugar lo verbal y lo humano. Una palabra
que no vibre, es letra muerta. Una palabra fría es un cadáver de la conciencia.
Por eso, con Canetti, es preciso ponerlo todo en duda, así la misma profesión
de escritor y la sexualidad de los ángeles que se creen musas de la realidad.
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