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miércoles, 17 de septiembre de 2014

LA CASA DE MI PADRE

Llegaron todos a casa al mismo tiempo e hicieron sonar el timbre. Mi padre tuvo que salir chorreando de la piscina, sonriente y muy animado, para recibir en bañador a dos familias de amigos que llegaban en sendos coches al mismo tiempo.

Detrás de papá iba el perrazo, ladrando y meneando el rabo. Yo acudí también para ayudar a abrir una de las dos grandes puertas de hierro que protegían la finca. Los coches traspasaron la entrada cargados de gente simpática. Era estupendo. Lo íbamos a pasar muy bien todos los niños juntos: mis hermanos, los hijos de los amigos de mis papás y yo. Me encontraba muy a gusto, enseñando nuestro jardín a todos, con los cambios que habíamos hecho para poder jugar por allí. Les enseñé a acariciar a mi perro y les mostré el pinar, el césped, la pista de tenis, las escopetas, mis gafas de bucear, las hormigas, las colchonetas, el montículo, mi bicicleta, los sitios donde había lagartijas, el mirador, las tajaderas del riego, el agujero del seto, los fardos de leña, la chimenea con su atizador y su fuelle, los árboles frutales y especialmente la higuera. Aquella higuera tan grande y frondosa que creció junto al repecho bajo la cuál mi madre me había leído algunos pasajes de la Biblia. Todos formamos un solo cuerpo con Dios, como las ramas y las hojas son uno con las raíces de la higuera, me había dicho ella una vez. Pero esto preferí no contarlo a los niños recién llegados y mantenerlo como un secreto. Poco después, estábamos todos luchando con una pelota en la piscina o jugando al escondite entre los pinos. Almorzamos, corrimos, nos bañamos cien veces… El día avanzaba divertido y feliz. Estaba atardeciendo. Pronto los troncos de los árboles tomarían del cielo el color de las brasas. Mi madre nos llamó a los pequeños a entrar a merendar. Había preparado batidos de chocolate y pasteles. Allí me senté a bromear con los demás cuando… No sé cómo ocurrió exactamente, pero es como si me hubiera dormido sin cerrar los ojos. Recuerdo haber visto a uno de los niños, no sé cuál, que fue el último en abandonar el salón de mi casa riendo y corriendo. No recuerdo quién fue. Me había quedado solo sin darme cuenta. Me sentí traicionado, porque mi batido todavía estaba por la mitad y nadie me había esperado. Yo era el más pequeño… Salí indignado del comedor de mi casa, con ganas de llorar, preguntándome por qué me habían hecho aquello, por qué me trataban así, y los fui siguiendo al jardín, a ver dónde se habían escondido, pero no estaban ya ni los niños ni los mayores. Entonces vi a mi padre, que súbitamente se había convertido en un anciano. Estaba paralítico, mudo y triste en una silla de ruedas, abrigado con una bufanda y una gorra a cuadros. Me miraba culpable, como diciéndome que nada podía hacer ya por mí. Nuestra madre había desaparecido. Mis hermanos también habían envejecido de pronto. Tenían los ojos hundidos y, con las manos en los bolsillos, contemplaban el fondo negro de un pozo cavado en la tierra y me miraban a mí torciendo la cabeza. Una supuesta cuñada había asumido el papel de ponerme en la calle maternalmente y me acompañó a la puerta, empujando con suavidad mi espalda e indicándome que debía irme y no volver, para que mis hermanos no me tirasen al pozo y no acabase mi sangre brotando por el aljibe. Ahora que mis hermanos mayores lo habían robado todo a mis padres, preferían no verme más. La puerta de la carretera se cerró quedándome yo solo fuera mirando los coches pasar indiferentes por la carretera. Alguien hablaba al otro lado aunque las voces se alejaban de la verja. Agucé el oído pero era evidente que ya no quedaba nadie junto a la puerta y que los usurpadores se habían instalado definitivamente en la casa de mi padre.


Enrique Brossa

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