Llegaron todos a casa al mismo
tiempo e hicieron sonar el timbre. Mi padre tuvo que salir chorreando de la
piscina, sonriente y muy animado, para recibir en bañador a dos familias de
amigos que llegaban en sendos coches al mismo tiempo.
Detrás de papá iba el
perrazo, ladrando y meneando el rabo. Yo acudí también para ayudar a abrir una
de las dos grandes puertas de hierro que protegían la finca. Los coches
traspasaron la entrada cargados de gente simpática. Era estupendo. Lo íbamos a pasar
muy bien todos los niños juntos: mis hermanos, los hijos de los amigos de mis
papás y yo. Me encontraba muy a gusto, enseñando nuestro jardín a todos, con
los cambios que habíamos hecho para poder jugar por allí. Les enseñé a
acariciar a mi perro y les mostré el pinar, el césped, la pista de tenis, las
escopetas, mis gafas de bucear, las hormigas, las colchonetas, el montículo, mi
bicicleta, los sitios donde había lagartijas, el mirador, las tajaderas del
riego, el agujero del seto, los fardos de leña, la chimenea con su atizador y
su fuelle, los árboles frutales y especialmente la higuera. Aquella higuera tan
grande y frondosa que creció junto al repecho bajo la cuál mi madre me había
leído algunos pasajes de la
Biblia. Todos formamos un solo cuerpo con Dios, como las
ramas y las hojas son uno con las raíces de la higuera, me había dicho ella una
vez. Pero esto preferí no contarlo a los niños recién llegados y mantenerlo
como un secreto. Poco después, estábamos todos luchando con una pelota en la
piscina o jugando al escondite entre los pinos. Almorzamos, corrimos, nos
bañamos cien veces… El día avanzaba divertido y feliz. Estaba atardeciendo.
Pronto los troncos de los árboles tomarían del cielo el color de las brasas. Mi
madre nos llamó a los pequeños a entrar a merendar. Había preparado batidos de
chocolate y pasteles. Allí me senté a bromear con los demás cuando… No sé cómo
ocurrió exactamente, pero es como si me hubiera dormido sin cerrar los ojos.
Recuerdo haber visto a uno de los niños, no sé cuál, que fue el último en
abandonar el salón de mi casa riendo y corriendo. No recuerdo quién fue. Me
había quedado solo sin darme cuenta. Me sentí traicionado, porque mi batido
todavía estaba por la mitad y nadie me había esperado. Yo era el más pequeño…
Salí indignado del comedor de mi casa, con ganas de llorar, preguntándome por
qué me habían hecho aquello, por qué me trataban así, y los fui siguiendo al
jardín, a ver dónde se habían escondido, pero no estaban ya ni los niños ni los
mayores. Entonces vi a mi padre, que súbitamente se había convertido en un
anciano. Estaba paralítico, mudo y triste en una silla de ruedas, abrigado con
una bufanda y una gorra a cuadros. Me miraba culpable, como diciéndome que nada
podía hacer ya por mí. Nuestra madre había desaparecido. Mis hermanos también
habían envejecido de pronto. Tenían los ojos hundidos y, con las manos en los
bolsillos, contemplaban el fondo negro de un pozo cavado en la tierra y me
miraban a mí torciendo la cabeza. Una supuesta cuñada había asumido el papel de
ponerme en la calle maternalmente y me acompañó a la puerta, empujando con
suavidad mi espalda e indicándome que debía irme y no volver, para que mis
hermanos no me tirasen al pozo y no acabase mi sangre brotando por el aljibe.
Ahora que mis hermanos mayores lo habían robado todo a mis padres, preferían no
verme más. La puerta de la carretera se cerró quedándome yo solo fuera mirando
los coches pasar indiferentes por la carretera. Alguien hablaba al otro lado
aunque las voces se alejaban de la verja. Agucé el oído pero era evidente que
ya no quedaba nadie junto a la puerta y que los usurpadores se habían instalado
definitivamente en la casa de mi padre.
Enrique
Brossa
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