Subí corriendo las escaleras. La
puerta estaba atascada y cuando logré empujar afuera, la lluvia apenas
amenazaba. En una mano cargaba mi saco, y mi camisa color vino desfajada y mal
abotonada salía del pantalón. Su labial permanecía en mi cuello y las marcas de
sus uñas se sentían frescas bajo la tela, además, su sabor permanecía en mi
boca y su perfume me rodeaba como una densa niebla. Mientras caminaba hacia la
orilla, mi cuerpo temblaba y los músculos del cuello estaban tan tensos que
creí que se romperían. Me detuve en el borde, dejé caer el saco detrás de mí y
sentí al viento, fuerte y frío, jugar con mi cabello. Una gota cayó sobre mi
mejilla, indicando que las medias hermanas no tardaban en caer.
Metí mi mano en el bolsillo del
pantalón y saqué la obsidiana que solía cargar desde estudiante. Aunque habían
nubes, la tenue luz del sol aún reflejaba un arcoíris en la superficie de la piedra. La apreté bajo mi
puño y contemplé los edificios que tenía en
frente. El ruido de los automóviles apenas llegaba a mis oídos y en su
lugar el aire me ensordecía con su furia. Cerré los ojos, respiré lentamente y
me senté. Mi rostro se había enfriado y
el temblor de mi cuerpo aumentó. Busqué el último cigarro dentro de mi saco y
lo prendí. Verlo consumirse por las corrientes de aire y no por mí, fue un
espectáculo por el cual no me había
detenido a ver en mucho tiempo. Ese color rojo que bajaba en espiral y el humo
que se desprendía hacia arriba eran sucios, pero libres. No me lo terminé. En realidad apenas y le di un par de
fumadas. Miré hacia abajo y los autos pasaban. Las personas, que apenas alcanzaba a distinguir,
andaban presurosas. Por supuesto ninguna vio cuando me quité los guantes y me descolgué
por el borde. Mis pies flotaban a varios metros del suelo y a dos cuerpos de
las escaleras de emergencia cuando una vocecilla me dijo que me soltara. Mis
manos casi le hicieron caso, pero me contuve. Nuevamente cerré los ojos
concentrándome en lo que pudiera sentir. Mis brazos se habían endurecido y mis
manos se asían firmemente al concreto. Un sabor salado bajaba por mi garganta y
desde mi diafragma una emoción se abría paso violentamente entre mis entrañas.
Grité. Grité más fuerte que en los días en que aún vivía con mi madre y que en un
día cualquiera, de buenas a primeras, gritaba a todo pulmón en la regadera.
Imaginé cómo mi voz escapaba y dejaba de ser mía y por primera vez desde que
llegara al tejado alcé la mirada.
Las nubes se habían ennegrecido y
formaban una nata que me impedía ver al sol o cualquier otra cosa que no fuera
agua. Suspiré un poco más tranquilo y me volví a subir para acostarme sobre el
techo. Miré las nubes y estudié sus sombras y luces. Las dibujaba con el dedo y
pensé que podría escribir un poema o una canción sobre ello. Pero mi habilidad
con las palabras se había perdido y ya no recordaba cómo leer una partitura, así
que sonreí con tristeza y me limité a seguir trazando su contorno en el aire.
Mientras lo hacía, sonó el celular. Me arrastré hasta el saco y lo saqué.
Natascha. Lo miré un instante y como
cualquier adicto, no pude resistirme y contesté mientras me tendía nuevamente.
¿Dónde estás? Salí de la ducha y no te vi. — Me dijo en ruso.
Salí por algo para comer. —
Le contesté en el mismo
idioma.
¿Me traes algo?
¿Qué quieres?
No sé. Un jugo.
Te lo llevo al rato.
No tardes, ya te extraño.
Te veo en un rato. — Golpeé el concreto con mis puños dañando
la pantalla de mi teléfono por accidente y, fúrico, lo terminé de romper
arrojándolo contra la puerta del techo. En ese momento la lluvia ya empezaba a
caer y su perfume, al contacto con el agua, regresó. Su voz se clavaba en mi
cerebro. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Una década?
No, más.
Yo solía ser un creador, un
intérprete, un cuentista. Pero algo cambió. Mis sueños y objetivos, los cumplí
cada uno de ellos. Era exitoso, conseguí trabajo en el centro de investigación
de Suiza y me permitía viajar continuamente a varios países. La paga, para nada
mala, permitió que gozara mi soltería sin percances. Poco a poco me perdí en mi
sistema bípedo y dejé de dedicarle tiempo a mis letras y al Steinway que
descansaba en la sala de mi departamento. Hoy me encontraba en San Petersburgo
debido a un congreso en el que fui ponente y en la noche me había encontrado con
Natascha, a quien conocía de congresos anteriores. Una mujer que me estimula,
sagaz y además atractiva. Pero como siempre me pasa, hay algo que no termina
por llenarme.
Me levanté y contemplé mi
pantalón sucio y arrugado. La cara me hirvió. Quise quitármelo, pero me limité
a arrancarme la camisa rompiendo los botones. Me quité los zapatos y los
calcetines. Me ajusté el cinturón y corrí de orilla a orilla. Sentir las gotas
pellizcarme y el viento sobre mi pecho y espalda me daban la sensación de que aún
había vida dentro de mí y que me guiaba hacia la libertad. Lo tenía todo,
excepto ese algo especial. A esas alturas ya estaba empapado y el cabello caía
sobre mi rostro; gotas dulces y saladas caían por mi barbilla. Caí de rodillas
y golpeé el suelo hasta abrirme los nudillos. El escozor aliviaba mi
desesperación. Miré a mi alrededor y me hice consciente de la isla en la que
estaba.
Mi cuerpo temblaba, mi cara
ardía, las uñas se enterraban en mis manos y sentía el corazón en mi garganta.
El mundo se borró de mi cabeza y caí en un silencio absoluto. Incluso mis
pensamientos enmudecieron. Cuando me percaté, mis pies se aferraban al borde y
vi las sensaciones dibujarse frente a mí. Dar un paso más era sencillo. La
gravedad haría el resto, 9.81
metros sobre segundo a nivel del mar, ahí debería ser
insignificantemente menor. Una caída aproximada de veinte segundos. En ese
tiempo podría ver nuevamente mi vida. Tal vez entonces recordaría cómo escribir
un poema o cómo darle musicalidad a la vida. Volaría tan libre como el humo del
cigarro que acababa de encender. Volví a sacar mi obsidiana y la miré. Jugué
con ella mientras recordaba mis libretas y partituras guardadas. La lluvia me
besaba, el viento me abrazaba y la tierra me sostenía. Entonces su voz rompió
el silencio de mi mente: “¿Otra vez?” Dijo. Sonreí al escucharlo y reconocerlo.
¿Por qué siempre apareces en estos momentos? Pensé.
No esperaba que me contestara, y
efectivamente, así fue. Mi cuerpo y mente se relajaron, guardé mi piedra y
suspiré. Me daría otra oportunidad.
Aleksei Mora
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